(Fragmento del libro "La verdad sobre la invasión")

Por Olmedo Beluche

1. Preámbulo histórico

La invasión norteamericana a  Panamá, la madrugada del 20 de diciembre de 1989, fue la culminación y desenlace de un proceso de crisis política, económica y social que se originó va­rios años antes.  La década de 1980 estuvo mar­cada, en Panamá, por las crecientes luchas obre­ras y populares que se en­frentaron a los distintos gobiernos del régimen militar, a sus planes eco­nómicos, a su origen antidemocrático y a sus medidas represivas.

Las movilizaciones populares arreciaron y terminaron por liquidar la base social de susten­tación del régimen militar, que en 1984, mediante un pacto entre la embajada de Estados Unidos y la cúpula militar, impuso en la Presidencia de la República al ex vicepresidente del Banco Mundial, Nicolás Ardito Barletta.  La intención de imponer el gobierno de Ardito Barletta era la de llevar a cabo un plan de “democratización” controlado para aplicar las medidas eco­nómicas fondomonetaristas dicta­das por los intereses financieros del imperialismo norteame­ricano.

 

Sin embargo, los trabajadores y las masas populares panameñas des­tro­za­ron con sus luchas este pacto (Reagan - Noriega).  Entre 1984 y 1987 se produjeron múltiples huelgas y movilizacio­nes contra los planes fondomonetaristas de Ardito Barletta y su sucesor Eric A. Delvalle.  En ese período los trabaja­dores del sector privado, dirigidos por el Consejo Nacional de Trabajadores Organizados (CONATO), realizaron dos huelgas generales, la última de diez días de duración.  Los trabajadores del sector público realizaron siete pa­ros nacionales dirigidos por la FENASEP.  Los gremios médicos y magiste­riales llevaron a cabo al menos dos paros nacionales dirigidos por la Coor­dinadora Civilista Nacional (COCINA).  Uno de los cuales infringió la pri­mera de­rrota al plan fondomonetarista al lograr la derogación de la Ley 46 en octubre de 1984.  Esto sin contar con las huelgas sectoriales o por empresas e instituciones por motivos específicos, las protestas ba­rriales y las movilizaciones directamente políticas como las que se pro­dujeron a raíz del asesinato de Hugo Spadafora.

Este fue el clima de luchas sociales reinante durante el régimen encabe­zado por el general Manuel A. Noriega. A estas protestas populares se su­maron las contradicciones por el poder a lo interno del sector civil militar del régimen y las maquinaciones de la Alianza Democrática de Oposición. La combinación de todos estos factores estuvo presente en el momento del estallido popular que siguió a las declaraciones del coronel Roberto Díaz Herrera en junio de 1987. Las movilizaciones populares de junio, julio y agosto de ese año marcan el punto más bajo de credi­bilidad para el régimen político imperante. Credibilidad que Noriega y su régimen no volverían a recobrar. El régimen había hecho crisis y el imperialismo, la bur­guesía panameña y los mili­tares divergían sobre quién debía pagar los pla­tos rotos. Era necesario un recambio para estabi­lizar la situación y evitar que una verdadera e incontrolable revolución popular barriera el régimen. La clase dominante panameña, así como cada vez más el gobierno nortea­mericano, exigían la salida de Noriega para salvar la situación. Noriega no estaba de acuerdo.

La Cruzada Civilista organizada por los sectores empresariales pro im­perialistas al calor de esas movilizaciones buscaba, y lo logró, consti­tuirse en la dirección política del descontento de las masas que era en gran medida espontáneo, o dirigido por sindicatos y gremios que se queda­ban en los reclamos económicos sin plantearse la organización de una alternativa política de carácter popular en oposición al régimen militar.

La Cruzada Civilista y después la ADO - Civilista, se constituyeron en las fichas de recambio que el imperialismo quería para el desgastado régimen de Noriega.  La Cruzada se propuso eri­girse en dirección política de las ma­sas para luego impregnarlas de sus métodos de “lucha” ino­cuos (rezos, pa­ñuelos, caravanas y paros empresariales), y finalmente llevarlas a la des­movilización bajo la convicción de que de afuera vendría la “solución” a los problemas del pue­blo panameño.  Que los principales dirigentes sindicales y populares del país aparecieran res­paldando al impopular régimen de No­riega, así como el hecho de que no surgiera una  oposición masiva al régimen desde la izquierda, ayudó a los propósitos de la Cruzada Civilista y al impe­rialismo norteamericano.

El régimen de Noriega respondió a las presiones políticas del imperia­lismo, a sus sanciones económicas y a sus amenazas militares arreciando la represión a las libertades democráticas internas, haciendo recaer sobre los trabajadores el peso de la crisis económica y no tocando ni un centavo a las transnacionales yanquis y a sus socios panameños que aupaban la inter­vención norteamericana. Todo esto llevó a que, por primera vez desde 1903, un sector impor­tante de las capas medias y altas apoyaron abiertamente la intervención militar norteameri­cana. De esta manera se resquebrajó la tradición de dé­cadas de rechazo rotundo de la mayoría de los panameños a la presencia norteamericana en nuestro país.

Este preámbulo histórico, cuyos elementos centrales deben ser materia de un análisis más detenido en futuras investigaciones, ha sido necesario para que se comprenda el clima polí­tico reinante en diciembre de 1989 que posibilita la sangrienta invasión norteamericana y se en­tienda por qué algunos sectores del país, lejos de combatir al ejército invasor, lo reciben con los brazos abiertos.

Este preámbulo también sirve para comprender el comportamiento in­consecuente de la cú­pula militar norieguista. La dirección de las FDP no alertó a la población. Por el contrario, escon­dió desde días antes armas de alto calibre, únicas capaces de enfrentar exitosamente a la aviación y a los tanques enemigos (como los llamados “RPG”). Se negó a entregar armas a mu­chos miembros de los Batallo­nes de la Dignidad y civiles que se acercaron a los cuarteles. Final­mente, salvo honrosas excepciones, acabó  entregándose sin disparar un solo tiro.

Pero esta dramática situación política y militar, que presagiaba la vic­toria de la invasión norteamericana, engrandece la figura de aquellos cientos  y miles de hombres y mujeres pana­meños que esa madrugada y los días subsiguientes empuñaron un arma para defender la patria agredida.  Estas circunstancias otorgan el carácter de héroes nacionales a aquellos solda­dos y suboficiales de las Fuerzas de Defensa, a aquellos combatientes de los Batallones de la Dignidad y a aquellos civiles que murieron defendiendo nuestro inalienable derecho a ser un país sobe­rano e independiente.

2. La invasión

El año de 1989 estuvo completamente marcado por la agudización de la crisis política in­terna y por el aumento descarado de las maniobras militares norteamericanas en áreas no de­signadas para ese efecto por los tratados Torrijos-Carter.

Estos acontecimientos se sucedieron de manera vertiginosa: La anulación de las elecciones del 7 de mayo; el envío de dos mil nuevos soldados norteamericanos a las bases acantonadas en Panamá; el fallido intento de mediación de la OEA; la instalación del gobierno provisional del presidente Francisco Rodríguez; el no re­conocimiento diplomático de Estados Unidos; el intento golpista del 3 de octu­bre, con su saldo de muertos;  el Senado otorgó plenos poderes a George Bush para actuar en Pa­namá; nuevas san­ciones contra el gobierno y empresas privadas panameñas anunciadas el 19 de octubre por Was­hington; la aprobación de las llamadas “leyes de guerra”; el aumento de las maniobras militares norteamericanas en áreas civiles pa­nameñas y los primeros enfrentamientos “verbales” de los Batallones de la Dignidad con los marines; el anuncio de mayores sanciones a partir de 1990 con el no reconocimiento del nuevo administrador del Canal propuesto por Panamá y la prohi­bición de arribo de buques de bandera panameña a puertos norteamericanos.

Los cinco días anteriores a la invasión los hechos se suceden con mayor velocidad aún:  El día 15 de diciembre la Asamblea Nacional de Representantes de Corregimientos designan al ge­neral Manuel A. Noriega como jefe de Gobierno para conducir al país mientras persista el estado de guerra que sufre la República de Panamá, como consecuencia de la constante y despiadada agresión desarrollada por Estados Unidos de Norteamérica”.  Otra resolución “declara a la Re­pública de Panamá en estado de guerra, mientras dure la agresión desatada contra el pueblo pa­nameño por el gobierno de Estados Unidos de América...(Los acuerdos de la Asamblea de Repre­sentantes no tenían fuerza de ley.  Más bien reflejaban el sentir de un sector cercano al gobierno de turno).

Al día siguiente, sábado 16, a las 9 de la noche, un vehículo conducido por soldados nortea­mericanos vestidos de civil rompe las barreras de los retenes ubicados frente al Cuartel Central de las Fuerzas de Defensa de Panamá y abren fuego. Los soldados panameños apostados en el lu­gar, devuelven el fuego hiriendo de muerte al teniente Robert Paz Fisher.  El domingo 18, a las 11:30 a.m., un infante de marina dispara contra el cabo César Tejada en el área de Curundú frente a las oficinas del MIVI, hiriéndolo en el brazo izquierdo.

El día 19 transcurrió bajo una calma aparente. La po­blación se dedicó a sus actividades normales, comentando los incidentes ocurridos y sin saber lo que les esperaba. Pese a que a al­gunos funcionarios, especialmente de las Fuerzas de Defensa, como en Sanidad Militar, se les había recomendado acumular comida y no hacer los gastos sun­tuarios acostumbrados para Na­vidad, lo cierto es que la mayoría de los panameños dudaba que una invasión se fuera a produ­cir.  Al caer la noche los noticieros televisi­vos estadounidenses, que se reciben por cable en Pa­namá, reportaban un inusual movimiento de aviones hacia Panamá.  Las agencias de prensa empezaron a pedir confirmación a sus reporte­ros en Panamá.  Aproximadamente a las 9:00 P.M. el poblado de Veracruz empieza a notar el arribo constante y masivo de aviones a la base de Howard.  Ya a esa hora se encontraban aposta­dos a lo largo de la Avenida de los Mártires, solda­dos panameños, conocidos como los “Macho de Monte”.  Poco antes de la medianoche era ata­cada la estación de las Fuerzas de Defensa de Balboa (frente al YMCA) y las patrullas de la poli­cía canalera eran neutralizadas, luego fueron atacadas las oficinas del DENI y de la Dirección de Tránsito. A las 12:45 A.M. empezaba el bombardeo aéreo al Cuartel Central y en el barrio de El Chorrillo.

Conozcamos como los panameños sufrimos y enfrentamos esta invasión mediante la na­rración de algunas de las víctimas, sus familiares y combatientes, ubicados en los sitios más castigados del país.

 a. El Chorrillo

El maestro Rafael Olivardía es una de las personas que mejor puede describir cómo la pobla­ción de El Chorrillo sufrió  la invasión. Olivardía es un residente del área que vivía en un sector que le permitía observar gran parte del barrio. Desde esa misma noche ha de­sempeñado un pa­pel fundamental en la organización de los chorrilleros para exigir sus dere­chos pisoteados por el invasor y el gobierno que ha impuesto. Nosotros nos encontrá­bamos en los multifamiliares “24 de diciembre”, donde residimos en el noveno piso de la sección dos, dice Olivardía.  Desde ahí hay una vista directa a lo que era el Cuartel, otra a la Cárcel Modelo y otra vista al cerro Ancón.  Así es que nosotros pudimos ver casi toda la invasión

El señor Olivardía nos señala que su familia, por vivir tan cerca del Cuartel y haber presen­ciado todas las intentonas de golpes de estado, estaba atenta a lo que allí ocu­rría.  Esa noche, an­tes de la invasión, había movimientos de los “Macho de Monte”, que serían unos 150 en total. Los miembros de los Batallones de  turno serían menos de 50.

La invasión se inició con el bombardeo de las barracas que estaban al lado de la Modelo. No­sotros vimos como se prendieron. Allí murieron quemados la señora Sara y el viejo “Plata”.  Vi­mos como la gente corría a la deriva. Vimos como huían los que vivían en las casas de ma­de­ra que esta­ban ardiendo. Vimos como los helicópteros disparaban contra todo lo que se movía.

Las tanquetas desembarcaron por mar -continúa Olivardía- por los lados de la Cooperativa de Pesca, abriéndose paso por el Tribunal Titular de Menores, el cual desbarataron totalmente. Del cerro Ancón se veían los fogonazos que caían exactamente en el “24 de Diciembre” y en las casas de madera.  Los aviones y helicópteros bombardeaban sobre todo el área residencial.  Po­cas bombas cayeron dentro del cuartel, el cual quedó prácticamente intacto. Todo el combate se dio en el escenario del área civil.

Nosotros vimos a los “Macho de Monte” subir a la azotea del edificio (24 de diciembre).  Los vimos subir por las escaleras con una cajita de municiones uno, y otro con una metralleta.  Desde allí disparaban a los aviones y helicópteros.  Nosotros vimos cuando tumbaron a un hel­icóptero que se estrelló  contra la entrada de la Modelo. El ruido fue tan grande que reventó los vi­drios de las ventanas.  Nos sentimos alegres cuando derribaron al helicóptero ese, pero la res­puesta no se hizo esperar..., dice el maestro Olivardía.

Logramos ver enormes cantidades de muertos - continúa diciendo- porque la gente no sabía por dónde correr. Oíamos los gritos:  “mi hijo, mataste a mi hijo”.   La gente corría y gritaba: “¡mi her­mano! ¡mi papá! ¡mi mamá!”.  Los perros ladraban... todo era confusión.  Fueron práctica­mente  seis horas de combate cerrado.  En mi casa entró una luz por la ventana, y todo lo que tocó  lo convirtió en una mancha como petróleo.  Mi televisor quedó reducido a una mancha, la pintura se descascarillaba en la pared.  Uno de los morteros de los helicópteros entró por la ven­tana de mi vecina e hizo desaparecer desde el piso hasta los muebles... La mayoría nos cobijamos en los pisos bajos porque en los altos era imposible resistir.

A nosotros nos tocó salir cuando iban a ser las 8 de la mañana - relata Olivar­día- lo que más nos impresionó fue una mujer encinta con su niña que, en medio de la calle, pa­rió sin que nadie le prestara auxilio.  Días después supimos que estaba recluida en el (hospital) Gorgas. En la salida hacia Balboa lo hicimos pasando por encima de los muertos, muchos de los cuales estaban aplastados.  Los tanques les pasaban por encima.  En la subida al “Límite” vimos varios carros civiles ametrallados y aplastados por tanques.

El maestro Olivardía y su familia, así como miles de chorrilleros, fueron llevados por el ejército norteamericano a un campo de concentración en Balboa. No dentro de la escuela secun­daria de Balboa, sino en el campo de juegos al descubierto, junto a la estación del ferrocarril.  Allí - nos continúa relatando Olivardía- a todos los hombres de 15 a 55 años nos montaron en un “truck” (camión) y nos llevaron a un lugar desconocido, que se supone era una base militar.  Allí, durante todo un día, sin comida, fuimos sometidos a un intenso interrogatorio por parte de los servicios de inteligencia norteamericanos. Nos preguntaban dónde había una radio, cuantos hombres había en El Chorrillo, que si sabíamos a dónde había armas, dónde había militares, etc. Que si cooperábamos no nos iba a pasar nada. Nos tomaban una foto y nos ponían una placa en el pecho con el número de cédula.

Luego de un día nos devolvieron al campo de concentración, donde nuestras mujeres estaban histéricas porque muchos chorrilleros habían presenciado cómo algunos militares que se ha­bían rendido fueron fusilados y creían que nos podía pasar lo mismo.  Olivardía recuerda que:  me tocó a mí, el día 21, de tal indignación que tenía, organizar un mitin dentro del campo de concentración.  Se amenazó con desalojarnos de allí.  Había empezado una “gringomanía” y mu­cha gente me acusaba, decían que era comunista, pero tenía bastante gente que me escu­chaba...

El siguiente relato apareció publicado en la sección Revista del diario La Prensa el 20 de oc­tubre de 1990.  Su autora es la estudiante de periodismo Dalys Ramos, quien residía en el edificio No.18 de Renovación Urbana de El Chorrillo.  Hemos extractado algunos aspectos de su conmo­vedor artículo titulado “Crónica de una larga noche”:

Una noche catastrófica para las personas que vivíamos en el barrio El Chorrillo, un barrio popular, marginado y muy necesitado.  Era la víspera de Navidad y, a pesar de la miseria, mu­chas personas tenían sus arbolitos de navidad para esperar la noche buena en compañía de sus familias; pero en cierto modo era una noche común, rutinaria, como cualquier noche bulliciosa.  Los niños correteando por las calles, la música del regué sonando, muchachos en las esquinas...

Eran aproximadamente las 12:15 a.m., mi familia y yo decidimos irnos a dormir, estába­mos tratando de conseguir el sueño cuando se dejó escuchar un grito desesperado, desgarrador, ¡viene la guerra! Era uno de los vecinos que había escuchado los ataques de Amador.  Desperté a mi familia y en cuestión de segundos estábamos en la sala. Recuerdo que sólo tuvimos tiempo de mudarnos de ropa. Era preciso evacuar el lugar.

En la calle se escuchaban los gritos de los niños, llanto de señoras y la gente corriendo tra­tando de salir del lugar.  Una de mis hermanas que vivía cerca de la playa se había aproximado a la casa con sus hijos, todavía muy pequeños, para avisarnos y salir todos juntos a tomar un taxi.  Los soldados panameños estaban dispersos por todo el barrio, pero nosotros debíamos evacuar el lugar, sabíamos que estábamos en peligro y cuando íbamos bajando las escaleras del tercer piso.., se escucharon disparos de ametralladoras, poniendo en peligro la vida de personas inocentes, cuyo único pecado era vivir cerca del Cuartel Central.  Levanté la mirada y vi tres he­licópteros norteamericanos Cobra, disparaban en dirección al edificio donde estábamos. Quizás disparaban porque los guardias que estaban en el edificio les respondían al fuego, pero fue es­pantoso, brutal y poco inteligente la intervención.

Nos arrastramos por las escaleras y logramos entrar a nuestro apartamento, pero éste ya es­taba lleno de vecinos que, como nosotros, buscaban refugiarse de algo inesperado.

Sólo hicimos entrar y continuó  el ataque incesante, se escuchaban las bombas, los helicóp­teros, ametralladoras, gritos de personas pidiendo auxilio, el edificio temblando, las persianas rotas, la puerta deteriorada y las paredes ya comenzaban a ceder.

...de repente todo quedó oscuro, se había ido la luz.  Fue entonces cuando comencé a llorar, más bien gritaba, estaba histérica por todo lo que estaba viviendo.  Mi madre, mi familia, le pe­día a Dios que por sólo un minuto se calmara ese ruido ensordecedor, sentía volverme loca y ya no resistía.

Todos estábamos tirados en el suelo, una vecina con su bebé de cuatro meses, un vecino he­rido en un brazo gritaba de dolor, sus hijos llorando y nosotros impotentes, sin poder socorrerlo tenía el brazo casi destrozado y comenzaba a delirar del dolor.

El edificio comenzaba a incendiarse y el fuego se corría por el tercer piso, sólo faltaba el apartamento donde estábamos. Se sentía el olor a pólvora y el humo nos as­fixiaba. Eramos aproxi­ma­da­men­te quince personas en el apartamento... nos percatamos de que las llamas  em­pezaban a atrapar el altillo del apartamento. Era preciso tomar una decisión, las llamas o las balas y optamos por bajar. Bajaron los vecinos, mis hermanos. Al mo­mento de intentar bajar mi madre, mi hermana y yo, mi tío que estaba muy afectado nos encerró.  No po­día controlarme, no quería levantarme del suelo al ver que no podíamos salir. Todavía conti­nuaban los dispa­ros, las bombas, gemidos de moribundos y todo era traumatizante.  Mi her­mano que había ba­jado, al no vernos regresó en busca de nosotros y temió encontrarnos muer­tos.  Empujó lo que quedaba de puerta y pudimos salir. Me percaté de que los autos, que se esta­cionaban frente al edificio y las viejas casas de madera, estallaban y sólo quedaban cenizas.

Recuerdo que las escaleras eran de metal, estaban muy calientes y casi no resistíamos bajar, me caí, rodé las escaleras, pero logré bajar.  Ya estábamos en uno de los apartamentos de la planta baja. Se había multiplicado el número de personas.  Los hombres buscaban agua para darnos de beber y nos mojaban para poder resistir el calor.  Esta vez se hizo más prolongada la batalla. Nos veíamos sin esperanzas, pero empezamos a rezar y nos sentíamos confiados en que de algún modo íbamos a salir y así fue...

...ya habían pasado casi tres horas, cuando a uno de los vecinos le pareció  escuchar que po­díamos salir. En efecto, nos daban diez minutos para evacuar el lugar.

Fue en ese momento cuando escuché que alguien pedía auxilio. Miré y vi a un soldado pana­meño con una pierna destrozada y un charco de sangre. Me sentí miserable, inhumana, pero lo dejé.  No saben lo horrible que es dejar atrás a una persona a punto de morir, pero hay veces que tiene una que tomar esas decisiones que te dejan mal.

Salimos con las manos en alto, corriendo, como buscando salir de una pesadilla, a nuestro paso alambres de electricidad, muertos, heridos pidiendo ayuda, ancianos en sillas de ruedas, niños perdidos. Todos corriendo hacia la Zona, dejando atrás El Chorrillo, aquel barrio donde crecí, donde tuve momentos felices y amargos también, pero en donde esa noche sólo reinaba la muerte y el dolor.

Nunca pensé que amaba tanto a mi barrio, país, amigos, vecinos y hasta mi propia familia, como los amo. Esa noche me di cuenta que uno aprecia verdaderamente algo cuando lo ve en pe­ligro. Es cierto que perdimos hasta la sonrisa, pero recuperamos la fe, confianza, humanidad y el deseo de superarnos, reflexiona Dalys Ramos, quien finalmente aclara que nunca estuvo de acuerdo con Noriega. 

Ary Sánchez, residente del barrio de Santa Ana, colindante con El Chorrillo, nos dice que el martes 19 de diciembre, regresando de la universidad donde estudio, cené y me puse a oír Radio Impacto (de Costa Rica).  Eran como las 11 u 11:30 p.m.  Veía mucho movimiento en la calle.  Santa Ana es un lugar donde la gente se duerme tarde, pero tanta gente era inusual.  Cuando mi hija y mi señora (que estaba embarazada) se acostaron seguí escuchando radio.  Al fondo se es­cuchaba un helicóptero.  En el edificio alguna persona dijo: “vámonos que vienen los gringos”, pero yo no le puse atención. Más tarde oí  un zumbido muy raro, como el que hacen los fuegos ar­tificiales cuando van subiendo. Miré por la ventana porque oí gritos.  Desde mi ventana, que está en la esquina de la calle B y Ancón, pude observar el Cuartel y dos bolas rojas bajar hacia él.  Es­cuché una explosión y se levantaron un montón de luces, se oyeron los disparos y más bombas caer.

Ary Sánchez relata que no pudieron abandonar su casa, que se encontraba a tres cuadras del Cuartel Central, se refugió con la mayoría de los vecinos y su familia en otro apartamento más abajo. Allí conocí  a un soldado panameño, que estaba muy asustado y que luego le contó que pertenecía a la “Expedicionaria”, con sede en Coclé. No conocía la ciudad, pues apenas lo habían llevado a reforzar la seguridad del Cuartel Central dos días antes. Al momento de empezar el bombardeo este soldado se encontraba de posta en el gimnasio Neco de la Guardia (frente al Cuartel), huyó atravesando el cementerio Amador hasta llegar a Santa Ana, donde un sargento le sugirió que se quitara el uniforme si quería sobrevivir. Llegó un momento en que este policía, vestido ya de civil, nos dijo que saldría en defender su país.  Nosotros le dijimos que no saliera.

David Acosta, licenciado en periodismo de la Universidad de Panamá,  publicó en el perió­dico Istmo No.5, de junio de 1990, un artículo titulado “EL Chorrillo en llamas”, en el cual recoge el testimonio de Tatiana Harrington, quien narra lo sucedido a José Santos, residente de El Chorrillo.  Según Tatiana, Santos escuchó ruidos de detonaciones cerca de su casa como a las 12:30 a.m. del día 20, se levantó  rápidamente para averiguar qué sucedía cuando escuchó gritos de que los norteamericanos estaban invadiendo Panamá.  No se había alejado mucho de su casa cuando vio las tanquetas pasando rumbo a la comandancia de las Fuerzas de Defensa.  Detrás de las mismas logró ver elementos militares norteamericanos disparando y vio como una señora fue derribada a tiros por un soldado norteamericano al disparar su arma en forma de ráfagas hacia todos lados.  Intentó ayudar a la señora, pero ya estaba muerta cuando se acercó a ella.

José Santos, según Tatiana Harrington, permaneció en su edificio con su familia y vecinos hasta las seis o siete de la mañana cuando decidieron evacuarlo.  Envió a su esposa e hija (de tres meses entonces) con unos amigos, mientras acudía a ayudar a su madre, a su tía y a un primo llamado Orlando que vivían cerca.  Al ir a ayudar a su madre - dice Tatiana- y demás familiares, un norteamericano se les acercó empuñando una metralla en dirección hacia ellos y les pre­guntó que qué iban a hacer. El norteamericano, según él, hablaba bien el español.  Le dijo que se disponía a evacuar el área y que un primo suyo iba a sacar la batería de su carro por si la necesi­taban.  El soldado permitió la labor del primo de José, y cuando éste se dirigía hacia el camión..., salió otro soldado detrás de una casa y sin preguntar qué llevaba en sus manos le disparó una rá­faga cayendo el cuerpo del primo sobre José. Las balas desprendieron varios miembros de su cuerpo, lo despedazaron.

Continúa relatando Tatiana que José quedó  estático en el lugar por la conmoción de ver ase­sinado a su primo y ver con dolor cómo la madre de Orlando, su tía, cubría el cuerpo de su hijo para que no le dispararan más. El soldado que acompañaba a José y su familia le había hecho señales al otro soldado para que no disparara pero fue muy tarde. Sólo llegó a decir que lo sentía mucho y que debería seguir la operación de evacuación.  José ayudó  a su madre y a su tía a subir al camión ya lleno pero, según él, lo hacía en forma mecánica, sin pensar, con los ojos llenos de lágrimas...

Estos testimonios constituyen una muestra, muy pequeña, de los miles de testimonios sobre la tragedia de los habitantes de El Chorrillo. Como fueron masacrados, torturados física y sico­lógicamente y, finalmente, despojados de sus hogares y enseres acumulados en toda una vida de trabajo. En menos de 8 horas  más de 18 mil personas perdieron sus viviendas en El Chorrillo. Tal vez nunca se sepa cuántos fueron los muertos y los heridos. Sin embargo,  según éstos y muchos otros testimonios, los muertos y heridos debieron contabilizarse por centena­res y tal vez miles.  Con la clara intención de borrar las evidencias de este genocidio el ejército norteamericano impidió el paso de la Cruz Roja hacia El Chorrillo hasta el día 24 de di­ciembre.

Un asunto que ha despertado polémicas es referente a cómo se inició el fuego que incendió El Chorrillo. Contra todas las versiones de los chorrilleros, como las aquí citadas, que vieron ini­ciarse el fuego en distintos puntos producto del bombardeo, el cura Javier Arteta, de la iglesia de Fátima de El Chorrillo, alega firmemente que fueron los Batallones de la Dignidad los que lo in­cendiaron. En una entrevista para el diario La Prensa, aparecida en un suplemento especial el día 31 de agosto de 1990, Arteta afirma que:  Un poquito antes de las siete (de la mañana) en una casa que está a 50 metros de la puerta de la iglesia, la casa 31E, vi que en aquella casa prendían fuego... La gente vio cómo lo prendían personas que con plena seguridad eran miembros de los Batallones de la Dignidad.

Sin embargo, percibiendo lo ilógico que es pensar que los Batallones de la Dignidad quema­ran El Chorrillo, puesto que en una guerra a nadie se le ocurre quemar el lugar que le sirve de es­condite, el cura Arteta especula que  podemos pensar que prendieron el fuego para hacer la mal­dad, para que arda El Chorrillo.  Esto puede ser una versión y la otra puede ser que prendieron fuego porque estaban en un tiroteo con los soldados americanos y esto les servía como barricada (?) y podían utilizarlo para huir. Ante ese por qué no tenemos solución.  Si ellos tenían  órdenes de Noriega de prender fuego no lo sé.

El cura Arteta no encuentra una explicación lógica para esta versión, pero no pierde tiempo en hacer responsables de lo ocurrido a los “batalloneros” y para eximir al invasor norteameri­cano. Ese por qué no lo podemos dilucidar y es la clave, pero de que lo prendieron ellos y no el bombardeo de eso estoy seguro. Y luego se contradice pues afirma que al momento en que se ini­ció el fuego no había combate y la zona estaba dominada por soldados norteamericanos, y no por los batallones: Yo soy testigo de que en ese momento aquí no había nada, ni tiroteo, ni bom­bardeo ni los americanos tiraban lanzallamas. El fuego surgió en un momento en que aquí no había nada y en que había soldados en el área (sic).  Se está refiriendo a los soldados nortea­mericanos.  Más adelante dice, Yo salí de la iglesia a las seis y media de la mañana y El Chorri­llo estaba intacto (!)... las casas estaban todas enteras, todas menos algunos incendios aisla­dos(!).  Es decir, que sí había incendios producidos por el ataque.

Definitivamente la versión de Javier Arteta está completamente parcializada a favor de los “rubios” invasores.  Esto se descubre cuando afirma que yo no he encontrado a nadie de El Cho­rrillo que se haya quejado de la invasión o de los americanos.  Así como este sacerdote ha tejido sus especulaciones sobre el por qué los Batallones de la Dignidad habrían quemado El Chorri­llo, es más lógico y coherente suponer que desde un punto de vista militar, que era el que regía en esos momentos: El Chorrillo lo quemaron los norteamericanos para eliminar los reductos de resistencia de los soldados y Batallones panameños.

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