La crisis de los regímenes políticos en Centroamérica
La crisis económica y fiscal que carcome las bases de los Estados nacionales en Centroamérica, también se refleja en una crisis de los regímenes políticos nacidos en el periodo posterior a Esquipulas II (1987-1996)
El orden imperialista neocolonial impuesto en Centroamérica, con la aplicación de los Acuerdos de Paz en Nicaragua (1987-1990), El Salvador (1992) y Guatemala (1996), creó nuevos pero frágiles regímenes democrático burgueses, que ahora dan síntomas de una profunda crisis. En el Triángulo Norte de Centroamérica (Guatemala, El Salvador y Honduras) el imperialismo norteamericano logró evitar el triunfo de la revolución, impulsando reformas a los gobiernos militares: se aprobaron nuevas Constituciones, un poco más democráticas que las que sirvieron de soportes a las dictaduras militares.
La única excepción de este exitoso proceso de reformas fue Nicaragua. En 1979, el triunfo de la insurrección popular destruyó las fuerzas armadas de la dictadura (la Guardia Nacional), creando un nuevo Ejército y una nueva Policía, encabezados por los antiguos comandantes guerrilleros. Después de soportar una prolongada guerra civil (1982-1990), estas fuerzas armadas que resistieron militarmente la embestida del imperialismo norteamericano, se convirtieron, después de 1990, en el nuevo eje de poder, y continúan siéndolo en la actualidad, con la particularidad que la columna vertebral de estas fuerzas armadas es fiel al Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN).
Los nuevos regímenes políticos, más que sostenerse en una tradición de juego parlamentario de los partidos políticos (algo que las dictaduras militares habían impedido por dos o tres décadas) se asentaron en las fuerzas armadas victoriosas de cada país en donde hubo guerrillas o guerras civiles, con las peculiaridades ya señaladas en el caso de Nicaragua, donde la piñata creó abruptamente un nuevo sector burgués, alrededor de la oficialidad de las fuerzas armadas.
En pocas palabras, en toda Centroamérica las cúpulas de las fuerzas armadas siguieron siendo el centro del poder, pero ahora actuaban discretamente desde las sombras. No obstante, el proceso de enriquecimiento de la cúpula militar, que se había iniciado bajo las dictaduras militares, continuó después de los Acuerdos de Paz, dando origen a nuevos conflictos con sectores de la burguesía tradicional.
En Guatemala, la presencia y rol del Ejercito han sido determinantes, desde la colonia hasta nuestros días. Las guerrillas no pudieron quebrar ese férreo control. Con la firma de los Acuerdos de Paz en 1996, el Ejercito volvió a los cuarteles, pero siguió imponiendo presidentes, incluso por encima de la oligarquía. El actual presidente Jimmy Morales es un peón de la alta cúpula militar, que se resiste a las reformas que el imperialismo norteamericano pretende imponer a través de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), para evitar el estallido de la revolución social en Guatemala.
Jimmy Morales pretende convertirse en el nuevo Bonaparte de Guatemala, prohibiendo la entrada del comisionado Iván Velásquez, cancelando las visas a otros 11 funcionarios de la CICIG, desafiando incluso a la Corte de Constitucionalidad (CC). Solo falta que intente reformar la Constitución para permite la reelección presidencial.
En Nicaragua, el régimen político paso del bonapartismo a la dictadura militar. Las máscaras democráticas se cayeron con las recientes masacres. Los militares protegen a Daniel Ortega, evitan su encarcelamiento y juzgamiento.
No es una casualidad que ambos regímenes, de naturaleza diferente, pero sostenidos por ejércitos gemelos, coincidan en la actualidad en un vacío discurso nacionalista, contra la injerencia de Estados Unidos. La coincidencia reside en que, tanto en Guatemala como en Nicaragua, los gobiernos y los regímenes se asientan en las fuerzas armadas, y reflejan los intereses de una burguesía militar que se quedó manejando los hilos del poder, y que nos los quiere soltar.