Por Olmedo Beluche
Las prolongadas y sangrientas luchas que culminaron en lo que se conoce como la Independencia hispanoamericana prueban el aserto marxista de que los cambios en la estructura económica y social preparan y anticipan los cambios de la superestructura política y cultural. Afirmamos esto, pese a que Carlos Marx no dedicó ningún estudio profundo a la revolución hispanoamericana y, por el contrario, son conocidos sus crasos e imperdonables errores sobre la personalidad de Simón Bolívar.
Lejos de lo que muchos creen, inducidos por las falacias de la historia oficial, la independencia no obedeció a ningún proyecto claramente trazado con antelación, ni a una concepción de nación particular. En la Independencia, los hechos objetivos se impusieron primero y luego la ideología trató de darles coherencia. Primero las clases sociales y sus fracciones actuaron en procura de sus propios intereses y luego sus ideólogos fueron acomodando el discurso para justificar sus actos y compactar a la sociedad tras su proyecto particular.
Aunque hubo desde la Conquista frecuentes choques entre los intereses de los conquistadores (luego convertidos en encomenderos, hacendados y comerciantes, los criollos), y la Corona española, drama anticipado y personificado por el propio Vasco Núñez de Balboa, lo cierto es que la idea o ideología de una unidad nacional con España no se rompió sino hasta bien avanzada la crisis del Imperio español forzada por los reiterados errores de la monarquía y factores internacionales.
Para una referencia de los hechos concretos, remito a la monumental obra del historiador colombiano Indalecio Liévano Aguirre Los grandes conflictos sociales y económicos de nuestra Historia.
Los gobiernos borbónicos y sus medidas socavaron el imperio:
Alejándonos de toda valoración subjetiva, hemos de empezar señalando que durante el siglo XVIII hubo un intento de la dinastía de los Borbones, en especial de Carlos III, por modernizar a España e industrializarla en una carrera que empezaba a perder frente a potencias como Holanda, Francia y principalmente Inglaterra. El problema es que las medidas económicas de los Borbones, lejos de lograr el objetivo que pretendían, terminaron fomentando las contradicciones que ya la realidad había incubado.
Como bien señala Nahuel Moreno: “Un imperio atrasado, semifeudal, que impulsa el desarrollo capitalista, provoca tendencias centrífugas, no centrípetas, que no tienden a consolidar el poder sino a debilitarlo, a destruirlo” (Método de interpretación de la historia argentina).
Se procuró proteger y estimular la producción industrial y el comercio de otros puertos de la península Ibérica hacia América, rompiendo el tradicional monopolio de Sevilla y Cádiz. Para financiar el estímulo económico que la tarea planteaba se requería extraer los recursos financieros de alguna parte, y no fue del enorme aparato burocrático feudal de medio millón de nobles (1 de cada 20 españoles, en 1789), y otros tantos curas. Además en un marco en que el comercio naval inglés ya era el primero del mundo y España se había estancado.
Se procedió aumentando la extracción de plusvalía de las colonias americanas, estimulando ciertas industrias allende el mar, pero arreciando las cargas fiscales y cerrando el monopolio comercial con otras potencias, en momento en que habían empezado a filtrarse las manufacturas inglesas a precios mucho más bajos. Incluso cuando el flujo comercial inglés era incontenible, se permitió su comercio, siempre y cuando pasaran las mercaderías previamente por la península.
En América el status social comprendía: en la cúspide, un funcionariado español que vigilaba los intereses de la Corona a través de instituciones como la Audiencia, los Virreyes, Capitanes generales, oidores, etc. La capa superior de la sociedad hispanoamericana estaba compuesta por una oligarquía (los criollos), organizada en torno a los Cabildos de las ciudades, compuesta de comerciantes y grande hacendados que se dedicaban a la producción extractiva de minerales (oro y plata) y algunos productos agrícolas de exportación (azúcar, cacao, etc.), a través de la explotación de mano de obra esclava de origen africano o simiesclava indígena, mediante el sistema denominado la mita. En el medio, la sociedad estaba compuesta por grupos de artesanos y productores agrícolas en pequeña escala para el mercado interior, mayormente mestizos.
A decir de Liévano Aguirre, equilibrio social se sostuvo por 200 años gracias a las Leyes de Indias, que intentaban defender algunos derechos (como los resguardos) indígenas frente a los abusos de los criollos. Aunque esta legislación nunca se cumplió a cabalidad, la Corona era vista por los más explotados como una especie de árbitro al que acudían frente a los intentos de empeorar las condiciones de vida y de trabajo por parte de los criollos.
Incluso este hecho limitó, hasta bien entrado el siglo XIX, las demandas por mayor poder político y económico de los criollos, dando al traste con el primer proyecto independentista, salvo en Buenos Aires, y mantuvo hasta la restauración de Fernando VII (1814) la ilusión de que las medidas que se tomaban eran en su nombre. Antes que la Independencia, el clamor creciente de las élites hispanoamericanas era el acceso a los cargos públicos y, por encima de todo, el “libre comercio”.
Regresando al siglo XVIII, para aumentar los recursos de la monarquía se recurrió a varias medidas, todas las cuales, afectaron al conjunto de las clases sociales hispanoamericanas:
1.- Entrega del monopolio del comercio a compañías privadas (como la Cía. Real Francesa de Guinea, la Cía. Inglesa del Mar del Sur y una empresa de Guipuzcua). Por ejemplo, esta última terminó monopolizando el comercio de cacao venezolano, haciendo caer sus precios y llevando a la crisis tanto a productores como a comerciantes internos.
2.- José Gálvez, asesor de Carlos III, culpó de la falta de dinamismo económico a las Leyes de Indias enfilando el ataque contra los resguardos indígenas y permitiendo a los hacendados apropiárselos para forzar a la población a emigrar y ofrecerse como mano de obra barata para las haciendas. Pero, según Liévano, “tal práctica plantearía, por primera vez en tierras americanas, una controversia revolucionaria no entre el estado español y los estamentos privilegiados, sino entre la metrópoli opresora y sus dominios, cuyas distintas zonas de opinión se sentirían víctimas, por igual, de un despotismo intolerable”.
3.- El aumento abusivo de todos los impuestos, en especial el de la alcabala (implicó una inflación en los precios de los artículos de primera necesidad), el de la armada de Barlovento, el “graciosos donativo” (tributo personal de dos pesos para los blancos y un peso para las castas “de color”), el monopolio de los estancos, con el consiguiente aumento del licor y el tabaco, etc. “…desde el indio hasta el magnate, comenzaron a demostrar, con impresionante uniformidad, su descontento con las providencias de la Corona”.
Pese a que el conjunto de las reformas borbónicas golpeaban a todos los sectores sociales de la vida colonial, las víctimas centrales fueron las poblaciones indígenas. La superexplotación del indio y la pérdida de sus derechos consagrados sería la base de la extracción de un excedente que debía drenar a los bolsillos de los explotadores criollos y de éstos a la metrópoli y a las arcas de la monarquía.
Por esta razón, las primeras sublevaciones populares tuvieron como actores centrales a los pueblos indígenas, pero también por eso, los criollos no sólo se abstuvieron de apoyarlas, sino que prefirieron aliarse al absolutismo español para aplastarlas.
Las revoluciones previas a la independencia:
Una de las primeras medidas de “modernización” borbónicas consistió en la expulsión de los jesuitas y la destrucción de sus misiones en Paraguay, a mediados del siglo XVIII. No vamos a profundizar la descripción de los logros económicos y culturales de las misiones guaraníes porque existe una amplia literatura que muestra cómo, respetando los derechos indígenas, los jesuitas lograron considerables éxitos en todos los órdenes.
Mediante el Tratado de Madrid se decidió la destrucción de las misiones entregando gran parte del territorio paraguayo al imperio portugués. Esto motivó la primera gran huelga general indígena, y la posterior organización de un ejército al mando del cacique Sepee, que asestó fuertes derrotas militares tanto a españoles como a portugueses, forzándoles a firmar un breve armisticio en 1754. Esta primera revolución victoriosa indígena causó gran impacto moral en el mundo, pero convenció a ambas coronas de organizar una gran expedición militar que terminó con un genocidio y la destrucción de las misiones.
Esta primera sublevación indígena no tenía por objetivo la independencia, sino la defensa de los derechos adquiridos, aunque ya llevaba la semilla que acabaría fructificando medio siglo después en la Independencia.
En palabras del cabildo indígena de Santa Rosa, citada por Liévano: “Cuando puesta la mano sobre los Santos Evangelios juramos fidelidad a Dios y al rey, sus sacerdotes y gobernadores nos prometieron, en nombre de él, paz y protección perpetua, y ahora quieren que abandonemos la patria. ¿Será creíble que tan poco estables sean las promesas, la fe y la amistad de los españoles?”. En palabras del cacique Sepee: “…Nosotros en nada hemos faltado al servicio de nuestro rey…”.
Las medidas borbónicas también golpearon el nivel de vida del pueblo en España, produciéndose una sublevación popular en Madrid el 26 de marzo de 1776 que obligó a Carlos III a refugiarse en Aranjuez, de la que se culpó a los jesuitas y sumó otro motivo para la disolución y encarcelamiento de los miembros de la orden.
Los jesuitas vienen a cuento porque, contrario a la que pueda suponerse, la primera proclama independentista, no salió de la pluma de un ilustrado libre pensador, sino de un cura jesuita de Arequipa exiliado en Italia, Juan Pablo Vizcardo, cuyo manifiesto fue traído por Francisco de Miranda. Liévano cita el texto:
“Bajo cualquier aspecto que se considere nuestra dependencia de España se verá que todos nuestros deberes nos obligan a terminarla… Semejante a un tutor perverso que se ha acostumbrado a vivir en el fasto y la opulencia, a expensas de su pupilo, la corte de España ve con el mayor pavor aproximarse el momento que la naturaleza, la razón y la justicia han prescrito para emanciparse de una tutela tan tiránica… El valor con que las colonias inglesas de América han combatido por la libertad, de que ahora gozan gloriosamente, cubre de vergüenza nuestra indolencia… que se ahora el estímulo de nuestro honor, provocado por los ultrajes que han durado trescientos años”.
En 1780-81, acontecieron dos poderosas revoluciones que estremecieron el imperio español en América, que constituyen el preludio de la Independencia: la insurrección indígena en Perú, liderada por Tupac Amaru y la revolución de los Comuneros en el Nuevo Reino de Granada (Colombia).
En ambos casos las élites criollas se espantaron ante la profundidad del levantamiento popular y, aunque los sublevados se levantaron contra las mismas medidas de la monarquía de las que ellos se quejaban lastimeramente, rápidamente comprendieron que sus intereses de clase estaban en peligro. Por ello, prefirieron aliarse a las autoridades españolas en la represión del movimiento, aunque fuera a costa de ver sacrificadas parcialmente sus ganancias.
La rebelión de Tupac Amaru estuvo precedida en 1742 por otra liderada por Juan Santos, en la zona de Tama y Jauja, que duró 14 años para ser derrotada. En 1780, en Tinta, los indígenas se sublevan y ejecutan al corregidor dirigidos por José Gabriel Condorcanqui, Tupac Amaru. La rebelión se extiende por toda la sierra, y éste es proclamado rey del Perú, bajo el nombre de José I.
Pero a Tupac Amaru no pudo movilizar grandes ejércitos por la reticencia cultural de los indígenas a salir de sus territorios comarcales (ayllú) y por las expectativas infundadas que puso en los criollos. Liévano cita su proclama: “Ha sido mi ánimo que no se le siga a mis paisanos criollos algún perjuicio, sino que vivamos como hermanos, y congregados en un cuerpo, destruyendo a los europeos…”. Mismos criollos que celebraron su derrota, ejecución y desmembramiento.
Dice don Liévano que al llegar las noticias del Perú a los indígenas de la Nueva Granada, hubo proclamas como la del pueblo de Tocaima: “Viva el rey inca y mueran los chapetones, que si el rey de España tiene calzones, yo también los tengo; y si tiene vasallos con bocas de fuego, yo también los tengo, con hondas que es mejor”.
El 21 de octubre de 1780 hubo motines en “Mogotes, Simacota, Barichará, Charalá, Onzaga y Tunja”. A inicios de 1781 hubo una sublevación en Pasto. Pero el gran movimiento, que pasó a llamarse en la historia la Rebelión de los Comuneros, estalló el 16 de marzo de 1781 en El Socorro, una zona más bien mestiza.
Ese día, con gran afluencia de gente en el mercado, las autoridades pegaron en las paredes el edicto con los nuevos impuestos. Una mujer humilde, Manuela Beltrán, con gesto enfurecido arrancó el edicto y lo rompió en pedazos, dando inicio a la sublevación que saqueó los estancos y persiguió a los funcionarios. Fueron derrocadas las autoridades, la revuelta llegó a comunidades vecinas y se convocó un mes después una Junta que pasó a gobernar. El grito de la revuelta resume la falta de claridad de los objetivos políticos: “¡Viva el rey y abajo el mal gobierno!”
Lejos de apaciguarse, la insurrección se radicalizó en las semanas siguientes y el pueblo empezó a exigir la marcha hasta la capital del Virreinato con la consigna: “¡A Santa Fe!” Para detenerles se envió desde Bogotá una pequeña expedición militar que sólo sirvió para enardecer los ánimos y catalizar un ejército popular de 5 mil personas a cargo de un mestizo llamado Berbeo, quien a la postre acabaría traicionando el movimiento.
“Comenzó entonces uno de los más espléndidos espectáculos de nuestra historia. De las villas, las aldeas y las campiñas brotaron millares de personas, armadas de palos, viejos fusiles o instrumentos de labranza… Lo que en un principio fue delgada fila de insurgentes se convirtió pronto en inmensa avalancha humana, sobre la cual flotaba, como una bandera, el sordo rumor de las quejas nunca oídas, de los sufrimientos no comprendidos de los desheredados, de las viejas frustraciones de un pueblo que marchaba, en apretadas montoneras, en busca de su destino”. (Indalecio Liévano Aguirre).
La marea humana llegó hasta las puertas de Bogotá, pero una conspiración urdida entre algunos dirigentes del movimiento, los criollos de la ciudad y el obispo, les hizo detenerse en Zipaquirá, donde acamparon en espera de sus demandas fueran escuchadas y se firmara un acuerdo que las recogiera.
Del grueso de la rebelión comunera salió el ala más radical, encabezada por José Antonio Galán, quien con una pequeña tropa se dedicó a esparcir la insurrección por el centro del país, por el valle del Magdalena hasta llegar a la zona minera de Mariquita y Antioquia. El movimiento de Galán fue más allá de la rebelión contra las medidas fiscales y tocó la médula de la sociedad de clases, la propiedad privada, la repartición de la tierra y la abolición del trabajo esclavo. Las consignas que movieron a Galán y su gente, sembrando el terror entre los hacendados fueron: “¡Unión de los oprimidos contra los opresores!” y “¡Se acabó la esclavitud!”
Más tarde, derrotado el movimiento, la oligarquía criolla y las autoridades coloniales se ensañarían contra él, siendo no sólo ejecutado, sino que su cuerpo fue, como el de Tupac Amaru, descuartizado y enviados sus miembros a diversos pueblos para que sirviera de escarnio.
En junio de 1781, en Zipaquirá, se firmó un acta, entre los líderes de los insurrectos y representantes de la oligarquía de Bogotá, por la cual se congelaban las medidas fiscales. Pero como bien demuestra don Indalecio, las autoridades y los oligarcas criollos jamás pensaron cumplir lo pactado, sino ganar tiempo para que se desmontara el movimiento, retornara el Virrey de Cartagena y trajera tropas suficientes para garantizar la represión y el orden público. Tal cual sucedió con posterioridad.
Queda para otra ocasión el análisis de las reacciones frente a las medidas borbónicas en otras zonas con alta población indígena, como Guatemala y México. Pero en 1810, al momento del estallido popular liderado por el cura Miguel Hidalgo demandas semejantes quedaron expresadas en el Grito de Dolores y, posteriormente en la proclama del Congreso de Chipalcingo (1813), convocado por Morelos, que decreta la abolición de la esclavitud y del tributo indígena. Ellos, igual que Galán y Amaru, son traicionados y asesinados por la oligarquía criolla.
Indalecio Liévano Aguirre cierra el interesante capítulo sobre la rebelión de los Comuneros señalando un hecho que no es casual, sino que marca la misma esencia de la oligarquía criolla hispanoamericana: el líder popular José Galán es apresado y entregado a las autoridades por Salvador Plata, prominente criollo del Socorro, familiar directo de Vicente Azuero Plata, quien años más tarde sería el brazo derecho de Francisco de Paula Santander en las intrigas contra Nariño y Simón Bolívar, que llevarían al hundimiento de la Gran Colombia.
Bibliografía
- Liévano Aguirre, Indalecio. Los grandes conflictos sociales y económicos de nuestra historia. Intermedio Editores – Círculo de Lectores, S. A. Bogotá, 2002.
- Luna, Félix. La independencia argentina y americana (1802-1824). La Nación, S.A. Buenos Aires, 2003.
- Moreno, Nahuel. Método de interpretación de la historia argentina. Ediciones Antídoto. Buenos Aires, 1989.