Literatura, ensayos, poesía

Por Horacio Villegas

Recuerdo a Orlando como aquel cipote del barrio que pletórico de juventud, se divertía en los asuntos inocentes y peligrosos de estas calles. Siempre estuvo invadido de problemas, nunca fue feliz. Resulta que su rostro mostraba su miserable vida de huérfano, sostenido por las ansias de vivir sin límites y a costa de fuertes situaciones. Era poeta, escribía sus poemas en hojas blancas y luego hacía un mosaico de escritos que ponía en el poste del alumbrado eléctrico de la “esquina”; algunos curiosos lo leían, otros como yo, apenas mirábamos unas cuantas líneas y huíamos de aquellas letras reveladoras y sufridas.

Una vez estuvo tan ebrio que intentó recitar poemas a una vecina, pero su imaginación era bloqueada por instantes que el alcohol provocaba; se rieron de él a carcajadas. La agresividad se adueñaba de él siempre que la bebida sujetaba sus recuerdos con ferocidad, y los sacaba a relucir con dosis extremas de tragedia y desdicha. En ese preciso momento se llenaba de rencor, caía al suelo por la embriaguez, y mascullaba de rabia a la vez que se tragaba el agua que caía de la abundante lluvia. Sus dientes estaban destrozados, líneas negras le cubrían sus encías, estaba magullado desde el abdomen al rostro.

Parecía no dolerle nada, su cuerpo había sido adiestrado para no sufrir dolor alguno, aunque desfallecía, abatido, por su interior vulnerable. Ya detestaba su existencia. A veces adornaba las aceras con su cuerpo tirado en los rincones más visibles. Una vez prendió fuego a la poca ropa que le acompañaba, al instante sorbió un trago de aguardiente con pastillas y se dejó caer del segundo piso de la casa de su amargada tía; vivió para contarlo, y desde luego culpó de todo a las hediondas botellas. La idea del suicidio le había concedido, por muy paradójico que pareciese, dosis de tranquilidad. Planeaba su muerte como un proyecto de vida; se miraba a sí mismo colgado de un árbol, desangrado por un accidente o herido de balas por gracia de la equivocación. Añoraba volver a ver a su madre recitándole poesía inventada; necesitaba verle de nuevo risueña y alegre, cantando en voz baja las canciones viejas de la radio.

Cada vez que caía de bruces al suelo, llegaban recuerdos a su mente que le trasladaban a lo más recóndito de su infancia: el aciago espectro del río que rodeaba su hogar; el puente de hamaca, que zigzagueaba con el mínimo viento; las raspaduras que recubrían sus rodillas por jugar sin cuidado en los escombros de su casa. Una vez tirado en el frío pavimento, le cedía paso al más duro y largo de los sueños. Orlando dejaba que su cuerpo fuera sostenido por los vecinos más atentos que le rodeaban; escenificaba la imagen del Jesús levantado por los ángeles luego de ser bajado yerto de la cruz. Vomitaba la cena por saciarse de guaro; llegaba cerca de las 7:00 pm a dejar el plato donde le regalaban la comida, especialmente la vecina de los perros y gatos abundantes. No faltaba quien rezara por su cambio rotundo, le aconsejaban seguir el camino de Dios. Los religiosos le encontraban casi siempre tirado en el suelo, y empezaban a balbucearle versículos enteros de sus bellas e infladas biblias.

Su madre lo llevaba en su regazo para luego mecerle hasta verle dormido, eso soñaba constantemente. Escupió sangre un día, el otro y el otro, hasta palidecer tanto que sus ojos se encogieron, sus cuencas se hundían, y su piel perdía el color moreno, adquiriendo un tono negruzco y violáceo. Antes de caer enfermo dormía en el pequeño patio de la vecina de los perros y gatos abundantes. Tres cartones le servían de abrigo, y si era recogido por aquellos vecinos atentos, tenía la suerte de ser arropado con cobijas brillantes, cual parecido al sudario del hijo de Dios.

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