Por Marcelo Colussi
Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo. Para estos días prácticamente todo el mundo occidental se inunda de imágenes, virtuales y corpóreas, de un señor obeso, de larga barba cana y vestido con una inconfundible indumentaria color rojo y blanco. Santa Klaus o Claus, Papá Noel, San Nicolás, Viejito Pascuero o Colacho son algunos de los nombres con los que se conoce al personaje de marras.
Según la tradición, es él quien trae regalos a los niños para la noche del 24 de diciembre, día en que se evoca el nacimiento de ese famoso predicador judío que tres siglos después de su muerte fue ascendido a la categoría divina en un importante acuerdo político tomado en el Imperio Romano durante el Concilio de Nicea, en el año 325.
Todo indicaría que la actual práctica cultural que encontramos omnímoda para estas épocas de frenética comercialización y representada por ese personaje ataviado de rojo y blanco, infaltable en cualquier centro comercial, se emparenta con la figura de un obispo cristiano que viviera en el siglo IV en lo que hoy es Turquía, en la zona de Licia más específicamente. Nicolás era su nombre (Nicolás de Mira, por haber sido esa ciudad donde ejerció como obispo, o Nicolás de Bari, dado que en la basílica de esa ciudad italiana descansan actualmente sus restos), personaje sumamente venerado durante el medioevo europeo, a tal punto que hoy día es el santo patrono de Grecia, Turquía y Rusia.
La tradición que pone a Nicolás como dispensador de regalos se basa en una leyenda que dice que alguna vez, a pedido de un padre desesperado, pobre, que no podía casar a sus tres hijas por falta de dinero para la dote, hizo que el santo llegara alguna noche a la casa de esta familia y, entrando por la ventana, dejara monedas de oro para cada una de ellas dentro de sus calcetines que colgaban secándose sobre la chimenea. Por lo pronto, San Nicolás gozó de gran popularidad durante todo el medioevo extendiéndose su fama por toda Europa, erigiéndosele numerosos templos en su honor. Su esencia fue, desde tiempos remotos, la de dador de regalos.
La leyenda de un ser que ofrece presentes a los niños se popularizó por toda Europa, y de la mano de los holandeses llegó a tierra americana para el siglo XVII, cuando se afianzaba la conquista de estos territorios por parte de los europeos. A inicios del siglo XIX el escritor estadounidense Washington Irving escribió una historia de la ciudad de Nueva York donde recoge a este personaje mítico que regala a los niños, lo cual sirvió de inspiración para que en 1823 Clement Clarke Moore fuera dándole forma al que pasaría a ser el mito moderno, habiéndose modificado el nombre holandés de Sinterklaas por el anglicismo Santa Klaus.
Dado que Estados Unidos ya venía marcando el ritmo de la nueva sociedad industrial que se abría paso con fuerza avasalladora, también esta creación cultural la impone por el resto del mundo como un bien de consumo más. El nuevo personaje, que hasta ese entonces era un gnomo vestido de verde, pasa a tener una forma más humana, la misma que hoy día se le conoce comercialmente. Es ya entrado el siglo XX, en 1931, cuando la empresa Coca-Cola da el toque definitivo. Toda la tradición que mencionamos arriba, de un personaje obsequioso que va por allí repartiendo dones emparentada con el San Nicolás antiguo, estaba representada por un hombre verde, expresión de una siempre renovada esperanza en el renacer, en el reverdecer. Es con las estrategias de mercadeo de la Coca-Cola que la nueva leyenda, diseñada para el caso por el pintor de origen sueco y radicado en Chicago, Habdon Sundblom, toma sus actuales colores rojo y blanco –los mismos del conocido refresco–.
Gracias a la campaña publicitaria montada sobre el obsequioso Santa Klaus ataviado de rojo y blanco, el gigante de las bebidas gaseosas levantó su perfil en un momento en que arreciaban las críticas por su presunta toxicidad (80 años después las cosas no han cambiado mucho al respecto), entronizando la figura de este nuevo “duende” moderno, ícono del consumo navideño. Tan grande es su popularidad que no es exagerado decir que para muchas generaciones Navidad pasó a ser sinónimo de este señor obeso vestido con los colores de la Coca-Cola invitando a comprar y comprar, perdiéndose el origen religioso de la fecha.