Por Sergio Tischler
Para entender en actual conflicto en la Universidad de San Carlos de Guatemala es necesario establecer de entrada que el mismo no se reduce a la confrontación de grupos, unos que controlan los órganos de dirección de la institución, y otros que adversan la forma en que se ejerce el poder en la misma.
Para nadie es un secreto, que una de las consecuencias de la política de terrorismo de estado durante los años del conflicto armado fue la de golpear a las fuerzas sociales que durante décadas constituyeron el núcleo de una cultura crítica, heredera de la revolución democrática del 44-54, y que eran el corazón de la autonomía universitaria. La destrucción de ese tejido dio lugar a que se enquistaran en las estructuras del gobierno universitario grupos de poder que, de una u otra manera, han sido anuentes o funcionales a la política estatal, cortando con ello el espíritu crítico de la universidad, sin el cual la autonomía universitaria no pasa de ser una figura formal, detrás de la que se pueden cobijar intereses muy ajenos a la misma, como es el caso, a juzgar por lo acontecido.
Tampoco es un secreto, que dichas autoridades han dado curso a políticas de una muy dudosa modernización educativa, cuyo sentido es el de adecuar la universidad pública a los requerimientos neoliberales. Estas políticas, como en la mayor parte de los países latinoamericanos, han dado como resultado un deterioro de la calidad educativa en la universidad pública, así como el desmantelamiento de la misma como espacio de formación de una colectividad con vocación crítica. Esos dos aspectos pueden ser apreciados como parte de una estrategia de deterioro de la educación pública superior y de fortalecimiento de la educación privada. Pero lo más importante, en relación con la autonomía universitaria, es el hecho de que dicha política está dirigida a debilitar a los actores centrales de la autonomía, como son los estudiantes y los profesores universitarios.
En los hechos, el gobierno de la universidad en la actualidad es una expresión de lo que ocurre en la política nacional: grupos de poder que contralan y disputan espacios como cotos privados en deterioro del bien común. En ese sentido, habría que recordar que la universidad fue reprimida de una manera brutal en los años del terror estatal, entre otras cosas, por el hecho de que su autonomía, con sus contradicciones y límites, constituía una forma de gobierno sin duda superior a cualquier instancia nacional de gobierno desde el derrocamiento de Arbenz. En consecuencia, una forma de gobierno que no podía ser tolerada por la política contrainsurgente. La verdadera crisis de la USAC, la más profunda, viene entonces de lejos, en relación directa con el deterioro de la autonomía en el marco sucesivo de gobiernos contrainsurgentes y gobiernos neoliberales con fachadas democráticas.
La rebelión estudiantil, sin duda es una respuesta a esa crisis. Más allá de los detalles, de las reivindicaciones puntuales que atañen a demandas inmediatas, de las contradicciones y desacuerdos que siempre existen en todo movimiento social, los estudiantes han tomado las instalaciones universitarias para hacer algo que se les ha negado y que es parte de la autonomía: transformar el campus universitario en espacio de discusión crítica. Esto es, en otras palabras, tomar pacíficamente el espacio (una forma de ejercer poder desde abajo) para abrir el espacio. Su objetivo no puede ser el de posicionarse dogmáticamente en las instalaciones universitarias sino conquistar algo que es esencial en el diálogo: la dignidad, o el reconocimiento real de sus derechos en tanto actores de la autonomía universitaria. Este hecho es parte de una lucha que, como tal, presupone acciones de enfrentamiento. En ese sentido, lo que hay que evaluar no es tanto el elemento inmediatamente pragmático de la misma, traducido en acuerdos o rupturas, aunque esto sea importante, sino la orientación de la acción y el campo político que abre al interior de la universidad.
Se puede decir, en esa dirección, que el acto de tomar las instalaciones ya expresa un cambio fundamental en la relación de fuerzas dentro de la universidad. El surgimiento de un grupo de estudiantes que puede iniciar un proceso de lucha como el que se vive habla de un cambio profundo en el estudiantado; cambio que, según las evidencias, parte de una sensibilidad surgida del hartazgo frente al deterioro de la vida universitaria, y que cuenta entre de sus principales atributos la razón que da la lucha por la dignidad de ser estudiante universitario.
Pero no hay que pensar que la dignidad colectiva es una razón ingenua. La dignidad tiene un horizonte de carácter ético-moral; en este caso, el horizonte es el de la autonomía universitaria, un tipo de autonomía que es necesario conquistar, pero que de ninguna manera está garantizada por el movimiento estudiantil. Por esa razón, la autonomía por conquistar es una lucha que nos involucra a todos los que queremos un cambio en la universidad y en el país. Por eso es importante que el movimiento estudiantil no esté solo, hacer esfuerzos para potenciarlo, incluso para que éste no se vaya por el “lado malo”.
La política de los estudiantes tiene ese rasgo, el de la crítica al estado de cosas existente en la universidad. Por el contrario, la élite gobernante de la institución, que, por lo visto, ya no es más un grupo dirigente del conglomerado universitario, tiene un horizonte diferente. Sus expectativas son las de consolidar posiciones de poder que nada tienen que ver con las de la autonomía universitaria, entendida ésta en un sentido fuerte, el cual implica el horizonte y la prácticas críticas a un orden manifiestamente injusto. Más bien, el horizonte es parte del sistema de poder imperante. Por eso, el recurso a la violencia. ¿Cuál es la razón profunda, de naturaleza no instrumental, que pueden esgrimir en un diálogo abierto? Me temo que les alcanza para muy poco.
Los actores políticos institucionales deben de estar muy preocupados por la desobediencia estudiantil, porque la USAC es un espejo donde el resto del país puede verse reflejado. Un país destrozado por las políticas neoliberales, la corrupción, el narcotráfico, y una élite cuya política es la de hacer negocios (“sacarle el jugo”) a toda esa catástrofe, no puede menos que generar tarde o temprano un golpe de dignidad popular, como se está produciendo en las luchas de las comunidades contra los megaproyectos y, en estos momentos, en la Universidad de San Carlos.
Puebla, 17 de septiembre de 2010.