Para comprender los resultados de las elecciones generales italianas, no hay más que echarle un vistazo a la distribución del voto en Milán: el Partido Democrático (PD) – nominalmente la izquierda – logró buenos resultados en el centro de la ciudad, uno de los distritos más ricos de Italia. Mientras tanto, la periferia votaba, en masa, por la Lega, partido racista y chovinista. En Turín y en Roma, el Movimiento Cinco Estrellas ganó en las zonas más pobres de la ciudad; el PD, en las más ricas.
De diversas maneras, estas elecciones pusieron miserable fin al lento pero inexorable declive de la izquierda. Ahora se ha vuelto irrelevante. Desde el final de la Guerra Fría, el Partido Comunista (PCI), antaño el mayor de todo el mundo occidental, ha ido adoptando un giro neoliberal que ha destruido sus raíces y apartado a sus electores tradicionales. Las pocas victorias que logró – en 1996 y 2006 – a base de mucho esfuerzo, fueron siempre parciales y al precio de un continuo desplazamiento a la derecha, formando coaliciones antinaturales para parar a Berlusconi. Era el espíritu de los tiempos: conforme la hegemonía liberal se difundía por todo el mundo, en Italia como en otros lugares los partidos socialdemócratas se adhirieron a la Tercera Vía, compitiendo por ganarse al elector medio en lo que parecía un sistema política con dos sólidos bloques.
Esto iba a resultar siempre un desastre, empero, en un país que no disfrutaba del (aparente) crecimiento económico y expansión crediticia del resto de Europa. No existía una clase media en aumento para atraer a los partidos hacia políticas más progresistas. Más bien se daba un malestar crónico, un descontento creciente entre el número cada vez mayor de trabajadores flexibles de bajos salarios, jóvenes parados y nuevos pobres. Al igual que en Francia, donde el Frente Nacional substituyó al PCF en las zonas industriales empobrecidas, fue la Liga Norte derechista la que recogió los pedazos entre la clase trabajadora del Norte, antaño baluarte del voto del PCI y ahora malquistada con la izquierda tradicional.
Las cosas fueron sencillamente a peor con la crisis financiera y sus consecuencias. La insatisfacción latente con el establishment explotó en estado avanzado ya en 2013, cuando el centroizquierda y el centroderecha combinados atrajeron menos de la mitad de los votos totales. El decepcionante resultado del PD condujo a la desaparición del liderazgo post-comunista, devenido moderado en favor de Matteo Renzi, un inconformista temerario que, tomando prestada con libertad la retórica de los Cinco Estrellas, había atacado a la vieja casta política que gobernaba el partido. Fue un cambio a peor: el proyecto político de Renzi anticipaba – si bien con bastante menos éxito – el ascenso de Macron: extremo centrismo a fin de reunificar el establishment para oponerse a la amenaza populista. Sus reformas ultraliberales – sobre todo la del mercado laboral – dejaron a un lado el componente socialdemócrata del Partido.
La clase pudiente con formación
Los resultados de las últimas elecciones han confirmado sencillamente la naturaleza nueva del PD supuestamente progresista. Los demócratas son el único partido verdaderamente de clase, el electorado del cual se compone en su mayoría de gente acomodada con títulos superiores. Sólo el 8% de los parados y el 12% de la clase trabajadora votó al PD. Lo que es más interesante, con todo, es que de acuerdo con un sondeo de SWG, menos de un tercio de los votantes que se decantaron por el PCI en 1988 votaron al PD en 2018. Sería un error culpar únicamente a Renzi de este resultado catastrófico: los partidos socialistas y socialdemócratas están retrocediendo en toda Europa, con la única excepción del laborismo de Corbyn, que logró combinar el voto de los londinenses pudientes con los estudiantes, los desempleados y los trabajadores del Norte de Inglaterra.
Su nueva base electoral es espejo de su cultura política. Hablan de mercados financieros y de política económica “responsable”...y nunca de explotación, salarios y desigualdad. Han dado por hecho el voto de la clase trabajadora, tratando de conquistar el voto de los moderados a base de abrazar una ideología favorable al mercado. Pero esa misma ideología ha modificado de modo radical el paisaje social y económico: desigualdad y pobreza están erosionando a la clase media, convirtiendo la carrera hacia al centro en una opción suicida. Por ende, como ha mostrado Branko Milanovic, tanto la clase trabajadora como esa misma clase media occidental son los auténticos perdedores de la globalización, y a menudo se han vuelto resentidas y mucho menos moderadas de lo que solían ser. Las tendencias electorales y políticas recientes muestran que las elecciones se disputan también en los extremos, ganándose los votos de la gente que queda relegada por la globalización neoliberal que tan ciegamente apoyó la izquierda favorable alestablishment. Trump llegó a la presidencia quedándose con los estados del “cinturón de herrumbre” [antiguamente industrializados], mientras que en Inglaterra tanto el laborismo como los “tories” se han alejado del centrismo, adoptando programas más populistas, del Brexit a las nacionalizaciones. En Italia, los partidos antisistema han conseguido más del 50% de los votos.
A diferencia de otros países como los EE.UU., el Reino Unido, Francia, España, Portugal, el voto de protesta en Italia no tiene ninguna representación significativa de la izquierda. Libres e Iguales – el nuevo partido creado por antiguos dirigentes del PD – fracasó miserablemente, y apenas sí logró recoger el 3% de los votos. Lo que es más preocupante es que no son más que una copia mejorada del PD, que se desenvuelve relativamente bien entre la gente con educación superior y que está casi ausente en las zonas urbanas más pobres. Nada hay de sorpresa en esto: tras haber abrazado toda clase de políticas liberales, formar gobiernos con Berlusconi y apoyar gobiernos tecnocráticos, sencillamente carecen de credibilidad para dirigirse a la clase trabajadora. Hasta el líder de Libres e iguales, el antiguo portavoz del Senado Pietro Grasso, tiene el perfil de un líder moderado: antiguo magistrado anti-mafia, con impecables credenciales de funcionario y sin experiencia política directa. Libres e Iguales identificó correctamente la desilusión con Renzi entre el electorado progresista, pero no llegó a comprender que los italianos desean una clara ruptura con el pasado y no una versión mejorada y más presentable del establishment.
Un pie izquierdo adelante
El Movimiento Cinco Estrellas, por su parte, tiene el componente electoral clásico de una fuerza de izquierda radical: ganó por goleada en las regiones más pobres del país y entre los votantes jóvenes; consiguió el 50% de los votos de los parados. Capitalizó el difundido sentimiento de frustración con la clase política, pero dio también representación a la inseguridad económica del electorado comprometiéndose a introducir una renta básica universal, una promesa clave en un país afectado por el desempleo a gran escala y un sistema de bienestar social cada vez más reducido: el PD no tiene ninguna disposición de bienestar social en su programa.
Sin embargo, la agenda de los Cinco Estrellas no tiene nada que ver con la de una fuerza progresista. Su relato, como en el caso de Podemos y Occupy, se erige en torno a la contraposición de la gente y la oligarquía. Esta oligarquía, no obstante, se reduce simplemente a una “casta” política corrupta. Cuestiones económicas como las relaciones de trabajo y capital, la desigualdad o el capitalismo mismo están ausentes. Se trata más bien de una fuerza política populista, pero centrista, lo bastante oportunista como para librar cualquier batalla que pueda generar consenso, pero sin ambición alguna de cambiar o reformar siquiera el sistema.
Esto es exactamente lo que falta en Italia. Sólo reorganizando la protesta política de acuerdo con líneas económicas – oponiéndose al liberalismo – puede la izquierda recuperar un papel significativo en la sociedad de hoy. Y por lo que a hoy respecta, es justamente ignorada.