Tomado del capítulo XXVI del Libro “Trotsky, un revolucionario sin fronteras”, de jean Jaques Marie
Durante las negociaciones de Brest-Litovsk, el conde Czernin, representante austríaco, señaló un día su anhelo de que apareciera una Charlotte Corday que eliminara a Trotski. Stalin iba a satisfacer ese deseo del difunto conde. La cacería internacional de trotskistas y de aquellos a quienes Radek, durante el segundo proceso de Moscú, llamó cínicamente "semitrotskistas, un cuarto de trotskistas, un octavo de trotskistas"; los tres grandes procesos de Moscú que asignaban a Trotski el rango de acusado supremo; la ambigua observación de Bujarin al final del tercer proceso ("hay que ser Trotski para no deponer las armas"); el asesinato de sus secretarios y sus dos hijos; la campaña ensordecedora desatada contra él en México, y la angustia que embargaba a Stalin y su Politburó ante la cercanía de la guerra: todo anunciaba el inminente asesinato de Trotski, consciente de que el plazo estaba por cumplirse.
Al comenzar el 7 de febrero de 1935 su cimero diario, Trotsky anotaba: "Los acontecimientos no tardarán en cerrar este diario, si no lo termina antes el disparo hecho desde algún rincón por un agente de Stalin, de Hitler o de sus amigos-enemigos franceses". Ese presentimiento reaparecerá, cada vez más punzante, con el paso de los años. Una primera alerta, en apariencia poco seria, se produce en febrero de 1938. Un desconocido llega entonces para entregar un paquete en nombre, pretende, del general Muiica. La custodia no lo deja entrar. El hombre abandona el paquete y desaparece. Sin embargo, la sombra del asesino se acerca. Mercader se ha marchado de España en agosto de 1937 para reaparecer un año después en París con el nombre de Jacques Mornard, presunto hijo de un rico diplomático belga. Ha seducido a una trotskista estadounidense instalada por entonces en París, Sylvia Ageloff, cuya hermana Ruth forma parte del grupo trotskista estadounidense que está en Coyoacán: Mercader simula un gran amor y al parecer no le cuesta mucho engañar a esta mujer tan miope en lo moral como en lo físico; sus cambios de identidad y nacionalidad no la inquietan. Él finge no interesarse en las cuestiones políticas y se reencuentra con ella el año siguiente en Nueva York; luego, en octubre de 1939, se instala en México, donde se hace pasar por un hombre de negocios, ahora con un pasaporte canadiense a nombre de un tal Jacson. Nunca merodea por la casa de Coyoacán. En enero de 1940, Sylvia Ageloff desembarca en México, donde acude con regularidad a la casa de Trotski. Mercader suele acompañarla en su Buick y la deja en la puerta. Los custodios se acostumbran poco a poco a ver a este elegante "novio" de Sylvia, que llega y se va sin manifestar el más mínimo interés por la pequeña fortaleza ni el menor deseo de entrar
Los últimos meses de Trotski están marcados por un agotamiento que no deja huella alguna en sus escritos políticos. Natalia lo escucha, encerrado en su escritorio, suspirar y repetirse: "¡Qué cansancio, qué cansancio! “no puedo más!". Desde principios de 1939, le cuesta utilizar la mano derecha para escribir. Y de tanto en tanto, desgrana los nombres de los dirigentes bolcheviques ensuciados, mancillados y asesinados por Stalin: Smirnov, Muralov, Rakovski, Kámenev. Sus fantasmas lo persiguen más allá de las paredes del despacho, Natalia evoca así uno de sus breves paseos detrás de la villa: "Caminamos por el pequeño jardín tropical de Coyoacán rodeados de fantasmas de frente perforada". A comienzos de junio, él confesará al trotskista estadounidense Hansen: "No veré la próxima revolución; eso toca a vuestra generación". Y agrega con cansancio: "Ya no es como antes. Somos viejos, no tenemos la energía de la nueva generación". Pero su agotamiento físico no se traduce en ninguna forma política. Trotski rechaza la idea de que la clase obrera haya agotado sus posibilidades revolucionarias y deba abandonar sus pretensiones al poder. Si los últimos veinte años han multiplicado las decepciones, “en la balanza de la historia, 25 años corresponden a una hora de la vida de un hombre cuando cambios muy profundos de los sistemas económicos y culturales están en juego. ¿De qué sirve un hombre que, a causa de los contratiempos concretos que ha sufrido durante una hora o una jornada, abandona el objetivo que se había fijado a partir de la experiencia y el estudio de toda su vida anterior?”
El 27 de febrero de 1940, al sentir la cercanía de la muerte, redacta su testamento, que completa el 3 de marzo: "Me siento activo y en condiciones de trabajar", señala, "pero el desenlace, sin duda, está próximo". Aborda brevemente las calumnias estalinistas que lo abruman, agradece a sus amigos, rinde un largo homenaje enternecido a Natalia y los cuarenta años pasados con ella y luego hace un sumario balance de su vida: 42 años de marxismo que terminarán en una muerte de "ateo irreconciliable"; por un momento, deja que su mirada vagabundee por el paisaje soleado y verde más allá de su ventana, y cuya visión, marcado contraste con su existencia de sitiado, provoca en él un impulso lírico poco habitual: "La vida es bella. Que las generaciones futuras la limpien de todo mal, toda opresión y toda violencia y gocen plenamente de ella". Y destaca, si tuviera que empezar de nuevo, trataría, claro, de evitar tal o cual error, pero el rumbo general de mi vida se mantendría sin cambios". Ese mismo día, evoca la posibilidad de una degradación física y mental, a la que prefiere la elección de la muerte: "El final debe llegar de manera súbita [...] muy probablemente por una hemorragia cerebral [...]. Si la esclerosis se dilata [...], me reservo el derecho de fijar la hora de mi muerte".
Stalin, apremiado, no le dejará la posibilidad de hacerlo. La guerra mundial anuncia profundos cataclismos sociales y políticos. Además, el pacto Hitler-Stalin genera una marcada y extendida inquietud en los partidos comunistas. La IV Internacional puede sacar provecho de esa situación y de las convulsiones que la guerra inminente deja presagiar. Esa organización es débil, está claro, pero el Partido Bolchevique estaba igualmente aislado cuando la Revolución Rusa estalló en febrero de 1917. Stalin está en buena posición para saberlo. Y extrae de ese conocimiento una conclusión que transmite a los jefes de la NKVD, Beria y Sudoplatov: "Hay que terminar con Trotski este año, antes del comienzo de la guerra que es inevitable", y antes de que "los imperialistas ataquen la Unión soviética". La tarea es urgente, pues "al margen de la persona misma de Trotski, no hay ninguna figura política importante en el movimiento trotskista. Si lo eliminamos, desaparecerán todos los peligros”. Luego del fracaso del primer intento de asesinato el 24 de mayo de 1940, lo reiterará: "La eliminación de Trotski significará el hundimiento total del movimiento, y ya no tendremos necesidad de gastar dinero para combatir a los trotskistas e impedirles destruirnos y destruir la Komintern".6
A mediados de marzo se celebra el congreso del Partido Comunista mexicano. Moscú depura su vieja dirección. Desaparecen de ésta Hernán Laborde y Victorio Campa, reticentes en cuanto al asesinato de Trotski, que puede, a su entender, debilitar el partido. El nuevo equipo dirigente exige todos los días la expulsión del "fascista" Trotski. En el desfile del 1o de mayo, el Partido Comunista (PC) esgrime pancartas que reclaman "Afuera Trotski", llevadas por afiliados de la Confederación del Trabajo.
El 10 de mayo de 1940, Hitler lanza los tanques de Guderian a través ríe las Aruenas. La Wehrmacht ocupa Bélgica y Holanda. El ejército francés se derrumba. La cruz gamada se cierne sobre la mitad de Europa. La caída de Francia asegura a la maquinaria militar alemana enormes recursos adicionales. En Moscú, Stalin, que daba por descontada una guerra larga entre adversarios que se desangraran mutuamente y dejaran en paz una URSS debilitada por sus purgas ininterrumpidas, está loco de furia y de miedo.
Mientras el ejército francés se hunde brutalmente, la IV Internacional celebra en Nueva York, entre el 19 y el 26 de mayo de 1940, una llamada conferencia de emergencia que aprueba un manifiesto escrito por Trotski, quien tiene prohibida la entrada a Estados Unidos. El manifiesto se pregunta: ¿de dónde viene la guerra? Más allá de las causas circunstanciales, sostiene, proviene de la lucha implacable entre los trusts y los Estados para dominar los mercados, las fuentes de materias primas y la administración del mundo; "su causa principal [...] radica en la propiedad privada de los medios de producción", y su causa inmediata es la rivalidad entre los viejos y ricos imperios coloniales: Gran Bretaña y Francia, en plena decadencia, y los imperialismos rezagados, Alemania e Italia. Una victoria de Alemania sobre los Aliados y la amenaza de una Europa unificada bajo la bota germana llevarán a Estados Unidos a la guerra. El manifiesto denuncia el antisemitismo: "En su declinación, la sociedad capitalista se esfuerza por erradicar al pueblo judío de todos sus poros: 20 millones de individuos en una población mundial de 2 mil millones, o sea el 1%, no pueden encontrar un lugar en nuestro planeta".
Los revolucionarios no pueden unirse al campo de las "democracias" contra el fascismo por dos razones: en primer lugar, "la burguesía jamás defiende la patria por la patria misma; defiende la propiedad privada, los privilegios, las ganancias. Cada vez que esos valores están amenazados, la burguesía elige de inmediato el camino del derrotismo". Tres semanas después, la gran mayoría de los diputados de la Asamblea francesa, el Estado Mayor, Pétain, Laval, Weygand, rivalizarán en efecto para ver quién es más derrotista. En segundo lugar, "la consigna de una guerra de la democracia contra el fascismo es mentirosa [...]. Inglaterra, Francia, Holanda y Bélgica se apoyan en el sojuzgamiento de los pueblos coloniales. La democracia estadounidense se apoya en el control de las enormes riquezas de todo un continente". El único objetivo de todos esos países es "preservar sus posesiones privilegiadas. [...] Los esclavos [de las colonias] están obligados a suministrar su sangre y su oro para asegurar a sus amos la posibilidad de seguir siendo esclavistas". La guerra pone frente a frente a quienes quieren conservar sus colonias y quienes quieren arrancárselas; nadie "tiene la menor intención de liberarlas voluntariamente". Pero los pueblos colonizados no pueden esperar nada de sus burguesías nacionales: así, Gandhi se niega a utilizar para sus fines las dificultades del ocupante británico enfrentado a una mala situación.
La guerra amenaza la URSS; ahora bien, "la alianza de Stalin con Hitler, que dio la señal de la guerra mundial y condujo directamente al sometimiento del pueblo polaco, fue el resultado de la debilidad de la Unión Soviética y del pánico del Kremlin frente a Alemania". Los revolucionarios deberán combatir por su defensa a la vez que preparan el derrocamiento de su burocracia estalinista. En efecto, "la derrota de la URSS en el transcurso de la guerra mundial significaría no sólo el derrocamiento de la burocracia totalitaria, sino también el derrumbe de la primera experiencia de economía planificada y la transformación de todo el país en una colonia", cuyos recursos naturales serían presa de las naciones capitalistas. Es cierto, la nacionalización de los medios de producción en un solo país, sobre todo atrasado como la URSS, no constituye de por sí el socialismo, pero es su fundamento. Ahora bien, la lamentable agresión soviética a Finlandia (diciembre de 1939 a marzo de 1940), donde el Ejército Rojo, muy superior en número y armamento, se estancó durante tres meses frente a la línea Mannerheim, agrava la amenaza de guerra contra la URSS. "Alemania en el oeste y Japón en el este se sienten ahora infinitamente más confiados que antes de la aventura finlandesa del Kremlin."
El manifiesto anuncia: "Las titánicas batallas que se libran actualmente en los campos de Europa sólo constituyen episodios preparatorios de la lucha entre Alemania y Estados Unidos". La guerra de 1939 plantea a Estados Unidos la cuestión de "organizar el mundo"; con ese fin, los dirigentes estadounidenses se preparan febrilmente para enfrentar la competencia de Alemania, y entrarán sin duda en guerra contra Japón antes que contra Hitler, porque el control del Pacífico les importa más que el control de Europa.
Para Trotski, la guerra significará la militarización de la sede dad. Los trotskistas no deben oponer a ella un pacifismo impotente, sino adaptar las formas de su actividad. En ese sentido, les da consejos que sorprenden a más de uno. Es preciso decir a los obreros que la guerra es inevitable. ¡A situación nueva, nuevas consignas! "El trotskista estadounidense debe decir a los obreros estadounidenses: 'Estoy contra la guerra. Pero estoy con ustedes. No voy a sabotear la guerra.'(Quiero ser el mejor soldado exactamente como era el mejor obrero, el más calificado en la fábrica'". ¿Cómo se articulan esas propuestas con el derrotismo revolucionario? Lo harán en la medida en que, al mismo tiempo que se dirigen de ese modo a sus camaradas de trabajo que son, dice Trotski, "patriotas en un 95 o un 98%". los trotskistas estadounidenses intenten convencerlos "de que deberíamos cambiar la sociedad" y preparar en todas partes la revolución. Llevando esta lógica hasta sus últimas consecuencias, agrega: "Debemos propiciar la instrucción militar obligatoria para los obreros y bajo el control obrero". Se trata de una tarea de largo aliento y de una perspectiva de largo plazo.
En la noche del 24 de mayo, hacia las 4 de la madrugada, una veintena de hombres disfrazados de policías mexicanos amarran a los policías auténticos, instalados en el puesto de guardia que linda con la villa de Trotski, y dos de ellos han sido alejados del lugar por un par de muchachas seductoras. David Siqueiros, miembro del Partido Comunista mexicano y Iósií Grigulevich, dirigente de la NKVD, encabezan el grupo de atacantes. Poco antes, Grigulevich ha entablado relación con uno de los custodios de la villa, el joven trotskista estadounidense Sheldon Harte. Cuando aquél golpea a la puerta, Harte, de guardia esa noche, le abre. Los asaltantes irrumpen en la villa al grito de "¡Viva Almazán!" (apellido de un general derechista, candidato a la presidencia) para imputar el ataque a la derecha mexicana. Arrojan granadas incendiarias en varias habitaciones, entre ellas el lugar donde duerme el nieto de Trotski, Sieva. Trotski, derrumbado a medias por el somnífero que ha tomado horas antes, tarda algunos minutos en comprender lo que sucede. Natalia y él se tapan con una manta y se esconden debajo de la cama, en el ángulo ciego del cuarto con respecto a la puerta. Los atacantes descargan en la habitación una decena de ráfagas de ametralladora, sin alcanzarlos, y se marchan, seguros de haber cumplido su misión. El único saldo de ésta es una herida leve en el pie del pequeño Sieva. Una vez terminado el tiroteo, Trotski sale de su dormitorio, hirsuto. Uno de los custodios estadounidenses, Jack Cooper comprueba pasmado su absoluta calma. Ante las vacilaciones de los guardias, reacios a ir a liberar a los policías de facción amarrados por temor a que haya asaltantes escondidos en el maizal que está frente a la casa, Trotski propone incluso hacerlo él mismo.
Al partir, los atacantes han llevado con ellos a Sheldon liarte, que podría reconocerlos y denunciar a Grigulevich, y lo matan. Su cadáver será recuperado un mes después, enterrado en cal viva. Las sospechas recaen sobre este joven estadounidense que ha abierto la puerta a los bandoleros. Trotski defenderá obstinadamente su memoria. No sabe que, en Nueva York, un retrato de Stalin adorna el dormitorio de Harte, agente del NKVD bajo el seudónimo de "Amor". La cocinera misma es una agente del PC mexicano: Trotski está literalmente rodeado por los hombres de Stalin, hasta dentro de su refugio. Al día siguiente, comenta a Natalia: "El destino me ha concedido una prórroga. Será de corta duración". Cada día, al levantarse, le dice: "Comienza un nuevo día y aún estamos vivos”, o bien "¡Esta noche no nos han matado y no estás contenta!".
El jefe del servicio secreto de la policía mexicana, Leandro A. Sánchez Salazar, se presenta en Coyoacán menos de una hora después del atentado. La sangre fría de Trotski y el contraste sobrecogedor entre la cantidad de impactos de bala y el hecho de que los residentes de la villa hayan salido ilesos, con excepción de Sieva y su herida en el dedo gordo del pie, le despiertan dudas: cree que se trata de una puesta en escena. La cocinera mexicana y una doncella, sin duda convencida por la primera, lo confirman en la sospecha. Tres días más tarde, una vez dispersos los atacantes sin dejar rastros, la prensa progresista, que insiste en destacar la extraña circunstancia de que las varias ráfagas de ametralladora disparadas en el dormitorio de Trotski y su mujer no los hayan afectado, da rienda suelta a sus acusaciones. Presenta el ataque como una mascarada montada por el propio Trotski, a quien se sindica como organizador de un "autoatentado". Las declaraciones de la cocinera apuntalan esta interpretación. La prensa atribuye al mismo Trotski las diferentes versiones de los reporteros apresurados, y más interesados en el sensacionalismo que en la verdad. Por un tiempo, Sánchez Salazar da crédito a la campaña iniciada. El 28 de mayo, la policía mexicana detiene a dos guardaespaldas de Trotski, Otto Schüssler y Charles Cornell, y les exige confesar que él mismo les ha ordenado organizar el atentado. También arresta a dos simpatizantes que han ido a visitar a Trotski.
Ese mismo día, Mercader entra en escena; en compañía de Sylvia Ageloff, va en auto a buscar a Marguerite y Alfred Rosmer para llevarlos a Veracruz, donde deben tomar el barco. Nadie ha notado la falta de acento belga en este presunto belga, ni las contradicciones que colman sus relatos y cuya lista abarca varias páginas. ¡La apariencia de este Jacson es tan inofensiva! Ve por primera vez a Trotski mientras éste se ocupa de sus conejos y sus aves, y finge no prestarle especial atención. Trotski estrecha distraídamente la mano de su futuro asesino, que se aleja.
El 29 de mayo, el Partido Comunista mexicano exige la expulsión inmediata de Trotski del país. El 31, en una carta al general Cárdenas, este 'último denuncia el brutal cambio de actitud de la policía desde el 28, que transforma a las víctimas del atentado en acusados, mientras que sus autores pueden borrar las huellas de su acción. Debe dedicar varios días a desmontar esta empresa de desinformación. El 8 de junio advierte: "Una repetición del atentado es inevitable”. Sin embargo, consagra menos esfuerzos a garantizar su seguridad física que a procurar denunciar las maquinaciones político-policiales del Kremlin. Sánchez Salazar destacará un poco después su "sangre fría a toda prueba [...], la calma y la firmeza ante el peligro que merodeaba a su alrededor [...]. Se sentía constantemente amenazado. Se debatía contra la tela invisible que se tejía en su entorno’’.
Los atacantes no se han cerciorado del éxito de su operativo. Según Sudoplatov, "la tentativa fracasó porque el grupo de asalto no estaba compuesto de asesinos profesionales [...], nadie estaba acostumbrado a registrar una casa o un apartamento. Eran todos campesinos o mineros apenas formados en la guerrilla". Es mentira: en realidad, el comando está constituido por estalinistas españoles, exiliados en México luego de la victoria de Franco, o mexicanos y cuadros políticos del PC local, Antonio Pujol, Leopoldo y Luis Arenal, Zulina Camacho y Néstor Sánchez Hernández.
En Moscú, Beria, furioso por el fracaso, sermonea a Sudoplatov. Dos días después, Stalin convoca a ambos y les exige una explicación. Aunque descontento, se declara “listo a subir la apuesta e incluso a hacer participar a toda su red de agentes en un supremo esfuerzo por deshacernos de Trotski". Vuelve a insistir: "La eliminación de Trotski se traducirá en el hundimiento total del movimiento". La tarea, pues, es urgente...
En un informe del 30 de mayo que Stalin y Molótov reciben el 4 de junio, Grigulevich menciona la "falta de suerte” de los agresores y agrega que "por el momento todos nuestros hombres están sanos y salvos y una parte ha dejado el país". Promete que, "salvo dificultades particulares, de aquí a dos o tres semanas habremos corregido los errores, porque no hemos agotado las reservas", y reclama con urgencia entre 15.000 y 20.000 dólares estadounidenses "para cerrar el negocio”, pero, buen conocedor de las costumbres de Stalin, se ofrece como chivo emisario del fracaso, asume "toda la responsabilidad de este fiasco de pesadilla" y se dice dispuesto a volver a Moscú para "recibir el castigo que merece semejante descalabro". Recibe 10.000 dólares para volver sin demora a tomar cartas en el asunto y confía el segundo intento a un agente mantenido en reserva para esta misión, Ramón Mercader.
Un día, dos trotskistas estadounidenses que refuerzan la defensa de la casa de Coyoacán preguntan a Mercader qué piensa de su "fortaleza". Su interlocutor los felicita, pero añade: "En el próximo ataque, la NKVD utilizará otros métodos". "¿Cuáles?", pregunta uno de los estadounidenses. Mercader se limita a encogerse de hombros. Su respuesta no llama la atención. El 12 de junio, va a Coyoacán a anunciar su partida a Estados Unidos y deja su Buick a los custodios.
A principios de junio de 1940, el estadounidense Charles Orr llega a Coyoacán con una veintena de estudiantes de su país que, con él, han abandonado el Socialist Workers Party (SWP) en abril. Orr se sorprende al ver a Trotski: "Un anciano modesto, de porte endeble y muy atractivo: pelo blanco, mejillas rosadas, vestido con un traje sport rosa [...]. Aún más sorprendente era su vocecita chillona". Y se pregunta con asombro: "¿Dónde estaba el poderoso orador?" Lo descubrirá seis semanas más tarde en la gran sala de la casa donde un grupo de docentes estadounidenses de viaje se reúne con Orr y sus camaradas. Trotski se sube entonces a una mesa y los arenga en inglés. “De inmediato", escribe Orr, "el hombrecito de voz fina y chillona se transformó; la mesa sobre la cual estaba se convirtió en la plataforma trasera del tren del comisario militar. La habitación llena de maestros de escuela pasó a ser un auditorio mundial", ante el cual Trotski expone su análisis de la situación y sus posiciones. Poco después organiza un debate con los estudiantes de Orr y persuade a la mitad de que tiene razón. Orr puede estimarse dichoso de conservar la erra mitad...
Aunque enredado en el desmontaje de las provocaciones de la NKVD, Trotski sigue día a día la marcha de la guerra. El 30 de junio de 1940, luego del derrumbe de Francia, señala: "Francia está convirtiéndose en una nación oprimida [...]. En los países vencidos, la posición de las masas va a agravarse en extremo y de inmediato. A la opresión social se suma la opresión nacional, cuyo peso fundamental deben soportar los obreros. De todas las formas de dictadura, la dictadura totalitaria de un conquistador extranjero es la más intolerable". Pero no adhiere a la posición de los "semiinternacionalistas" que aspiran a una alianza entre la clase obrera explotada y la burguesía de la "patria" vencida que la explota, y que la utilizará entonces como carne de cañón para la defensa exclusiva de sus intereses.
Mercader vuelve a buscar su Buick el 29 de julio. Ese día, se queda un poco más de una hora. Natalia lo ha invitado a tomar el té con Sylvia Ageloff. Dos días después, el Io de agosto, traslada a las dos mujeres a hacer compras a la ciudad, las lleva de vuelta a Coyoacán, se queda apenas el tiempo necesario para dejar los paquetes y, en papel de hombre impaciente, se va.
El 6 de agosto, Trotski anuncia un inminente intento de asesinato, ya urdido contra él sin que lo adivine. Dos días después, Mercader se presenta en Coyoacán con un ramo de flores y una caja de dulces. Permanece allí tres cuartos de hora. Ese día, al parecer, se ofrece a acompañar a Trotski en sus paseos por las colinas cercanas. Si bien rechaza el ofrecimiento, Trotski, que ya no sale, no parece considerarlo extraño. Mercader, que ha fingido un vago interés en el trotskismo y la naturaleza de la URSS, escribe el borrador de un artículo que, sin invitación mediante, lleva el 17 de agosto para mostrárselo a Trotski y ensayar la puesta en escena del asesinato. Trotski siente sospechas confusas, que no tarda en dejar de lado, ante ese personaje insustancial de comportamiento extravagante que cuenta historias contradictorias, lleva en la mano un impermeable a pesar del calor y se sienta sobre su escritorio. Pero sospechar y registrar a todo el mundo sería hacerse la vida imposible. ¡Además, es el compañero de Sylvia! Por último, ese 17 de agosto Trotski tiene otras preocupaciones en la cabeza. Acaba de terminar un extenso artículo destinado a la justicia de México, donde pone al descubierto las relaciones políticas, policiales y económicas entre la NKVD y los distintos partidos comunistas.
El 20 de agosto, se levanta a las 7 de la mañana. Ha dormido bien gracias a una dosis doble de somnífero, y dice a Natalia: “Esta mañana me siento muy bien, como no me he sentido desde hace mucho tiempo". A las 5:20 de la tarde, Mercader entra a la casa. Lleva un impermeable debajo del cual oculta un piolet de mango recortado y en cuyos bolsillos hay un puñal y una pistola, que el más superficial de los registros habría permitido descubrir. Dice a Trotski que le gustaría volver a mostrarle su artículo y entra con él al escritorio. Trotski se sienta y se inclina para leerlo. Mercader alza el piolet y se lo hunde en el cráneo; Trotski grita, se debate, lanza al asesino los papeles ordenados sobre el escritorio para impedirle asestar un segundo golpe, se aferra a él. Los custodios irrumpen en la habitación y atrapan a Mercader. Trotski está de pie apoyado contra el marco de la puerta, con el rostro cubierto de sangre; sus gafas han caído al suelo. Natalia le pregunta: "¿Qué pasó?" Él balbucea: "Jacson", agrega: "Natalia, te amo", y luego: "Nadie debería entrar aquí sin ser registrado" e insiste, con lentitud: "No hay que matarlo, hay que obligarlo a hablar" para arrancarle la verdad. Atónito, Sudoplatov, el agente de la NKVD, escribirá: "¿Cómo pudo Trotski tener la fuerza suficiente para luchar y lanzar un grito inhumano luego de un golpe tan demoledor, asestado con un piolet por un hombre tan fuerte como Mercader?". Éste, asombrado, le contará más adelante: "Se da cuenta, yo, un guerrillero entrenado [...] estaba casi completamente paralizado por el grito de Trotski”. Es indudable que éste, de pie y ensangrentado delante de él, le provocó la misma impresión que a Raia Spiegel durante su primer encuentro tres años antes: la de estar frente a un titán. Una ambulancia se apresura a llevar al herido al hospital, donde poco después Trotski pierde el conocimiento. Al día siguiente, a eso de las 5, su corazón deja de latir.
Mercader lieva en un bolsillo una carta de explicación oficial de su acto. En ella se presenta como "un discípulo devoto" de Trotski. Invitado un día a conocer a su admirado maestro en Coyoacán, su decepción ha sido enorme. Creía que iba a encontrar a "un jefe político que dirigía la lucha por la liberación de la clase obrera". Descubre a un hombre dispuesto a todo para "saciar sus deseos de venganza y su odio, y que sólo se valía de la lucha obrera como una forma de disimular sus propias mezquindades y sus bajos cálculos” Afirma que Trotsky disfruta del apoyo de una gran nación" (no especificada, para poder modificar su nombre en función de las necesidades). Trotski lo habría invitado a ir a la URSS a "organizar una serie de atentados contra diversas personalidades, y en primer lugar contra Stalin". Es una proyección de los procesos de Moscú. Para terminar, Mercader se declara escandalizado por el "desprecio con que Trotski hablaba de la Revolución Mexicana y de todo lo mexicano”, ¡así como del propio presidente Cárdenas! La falsedad es grosera. Pero basta su liberación en 1960, tres meses antes de cumplirse su pena de veinte años de cárcel, Mercader defenderá la NKVD y a Stalin: disimulará su identidad, sostendrá la versión de su carta amañada y pretenderá haber actuado solo, por repugnancia ante los planes que Trotski le habría expuesto. La idea del asesinato se le habría ocurrido espontáneamente una semana antes de su última visita. La invención de Mercader lleva la marca de la NKVD hasta en el menor de los detalles. Así, hace decir a Trotski en relación con los trabajos de fortificación de la casa de Coyoacán: "No es sólo para defenderme contra los estalinistas, sino contra la minoría". La idea de que la minoría de su propio partido pudiese ser un enemigo al que era preciso abatir es una concepción típicamente estalinista de la lucha política.
En su número del 24 de agosto, bajo el título "La muerte de un espía internacional", Frauda escribe: "Trotski [...] ha sido víctima de un atentado [cometido por] Jacques Mornard, uno de sus partidarios más cercanos”. Luego comenta:
Quien ha bajado a la tumba es un hombre cuyo nombre será pronunciado con desprecio y maldiciones por los trabajadores del mundo entero [...]. Las clases dirigentes de los países capitalistas han perdido a su fiel servidor. Los servicios secretos extranjeros han perdido a su viejo agente empedernido, organizador de asesinatos.
A continuación, expone la versión estalinista del crimen:
Quienes lo han matado son sus partidarios. Quienes lo han liquidado son los terroristas mismos a los que él ¡tabla enseñado a matar como un traidor, a los que había enseñado la traición y los crímenes contra la clase obrera, contra el país de los soviets. Trotski, el hombre que organizó el pérfido asesinato de Kírov, de Kuibishev y de Gorki, ha caído víctima de sus propias intrigas, traiciones, negaciones y fechorías.
Encontramos un eco de esta fábula en el diccionario Larousse en dos volúmenes, que afirma: "Es asesinado por su secretario", cosa que Mercader no fue jamás; es cierto que el diccionario agrega: "probablemente [isic!j, agente de Stalin".
El asesinato de Trotski en agosto de 1940 estremece la IV Internacional; de la defección de numerosos dirigentes, los jóvenes militantes se sienten huérfanos políticos en medio de un gigantesco torbellino. Su desaparición, la guerra, la escisión del SWP en abril de 1940 y la renuncia de cuatro miembros de su Comité Ejecutivo en acuerdo con la minoría escisionista del partido desarticulan las instancias de la Internacional, pero no la destruyen.
Los trotskistas estadounidenses quieren organizar en Nueva York una ceremonia en honor de Trotski y piden autorización para ingresar al país la urna con sus cenizas, pero el gobierno de Roosevelt no la concede. Aun sus cenizas son peligrosas. Ése es el primer anuncio de la vindicta que no dejará de perseguirlo, incluso después de su muerte.
La policía de Stalin continuará con el hostigamiento incansable de quienes lo reivindican. No bien consumada la invasión de Noruega por la Wehnnacht, Walter Held, ex secretario alemán de Trotski naturalizado noruego, obtiene una visa para entrar a Estados Unidos, país al que quiere llegar por el camino más corto: la Unión Soviética. Recibe las visas de tránsito necesarias y en Moscú sube al Ferrocarril Transiberiano con su mujer y su pequeño hijo. La NKVD los hace bajar en Saratov y los mata. El 11 de septiembre de 1941, en la prisión de Orel, Stalin y Beria hacen fusilar a Olga Kámeneva -la hermana de Trotski y primera mujer de Kámenev-, a su viejo amigo Kristian Rakovski, a la trotskista Varvara Kasparova y a más de 150 presos políticos. En 1943, un grupo de miembros del Partido Comunista francés huyen de la cárcel de Puy acompañados por cinco trotskistas presos con ellos, entre los cuales está Pietro Tresso, ex miembro del buró político del Partido Comunista italiano. Los estalinistas los matan de inmediato, salvo a uno que escapa por milagro. En 1945, el Viet-Minh asesina a varios centenares de trotskistas, entre ellos a su principal dirigente popular, Ta Tu Thau. Los dirigentes del Partido Comunista griego liquidan a la mayor parte de los trotskistas de su país.
Contrariamente a una opinión bastante difundida, Trotski, si bien afirma que la Segunda Guerra Mundial engendrará un cataclismo y por tanto una situación revolucionaria, no predice en modo alguno que concluirá inevitablemente con una revolución triunfante. El 12 de febrero de 1940 define una alternativa:
O bien la economía del mundo entero se reconstruirá en una escala planificada, o bien la primera tentativa de llevar a cabo esa empresa se derrumbará en una convulsión sangrienta y el imperialismo se beneficiará con una nueva prórroga hasta la tercera guerra mundial, que puede llegar a ser la tumba de la civilización.
A su juicio, la burocracia soviética se hundirá, barrida por la revolución obrera triunfante o, en caso de fracaso, por la restauración capitalista. Ahora bien, el desenlace de la Segunda Guerra Mundial resultó, como el de la primera, en un equilibrio inestable y transitorio: en 1921, la reacción provocada por la derrota de la revolución europea no había restaurado el capitalismo en la URSS, sino desarrollado el cáncer burocrático; la ola revolucionaria contenida de 1945 protege y extiende la propiedad estatal y ofrece a la burocracia un respiro que posterga durante medio siglo su descomposición.
Un pronóstico social y político define, contrayendo cada vez más los plazos, una tendencia derivada de la evolución de las condiciones objetivas (crisis económica, social y política) cuya realización depende de la intervención de fuerzas organizadas y conscientes de sus metas. Esa tendencia nunca es el mero producto mecánico de fuerzas ciegas. Una situación puede ser revolucionaria, pero las fuerzas organizadas tal vez resulten insuficientes para transformarla en revolución. Por eso, para Trotski, el desenlace depende en definitiva del papel y el peso de la IV Internacional, sometida a una tremenda presión.
En la Unión Soviética, la burocracia estuvo al borde de la explosión al día siguiente de la invasión del país por la Wehrmacht. La claudicación inicial de Stalin, cuya deserción transitoria en un momento crucial será estigmatizada por Jruschov en el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) celebrado en febrero de 1956, refleja un pánico generalizado en las altas esferas ante el hundimiento del Ejército Rojo. Ese pánico se manifestará una vez más a mediados de octubre cuando la Wehrmacht se acerque a Moscú. Hordas de burócratas se apresuran entonces a destruir sus expedientes y a deshacerse de sus carnés del partido. Otros, en los territorios ocupados, se unen a los nazis, como Vlásov. Pero Stalin y su clan han masacrado sistemáticamente, durante años, todas las fuerzas, aun embrionarias, capaces de expresar la ira de los soldados y de una población que se siente abandonada y traicionada. Los trotskistas y las "mitades, cuartos y octavos de trotskistas" han sido exterminados hasta el último. La oficialidad del Ejército Rojo ha sido eliminada. Ninguna fuerza es capaz de traducir en acto la aspiración legítima de derrocar a Stalin y su clan para poder estar en mejores condiciones de combatir a Hitler. Stalin deja que una nueva generación de comandantes gane sus galones sobre las pilas de cadáveres que se amontonan en los campos de batalla. La Unión Soviética derrotará al nazismo al precio de 27 millones de muertos y de una devastación gigantesca que refuerza por un momento el control de la burocracia sobre una población exangüe y agotada, como al término de la guerra de 1914 y de la guerra civil. Las mismas causas producen los mismos efectos.
Trotski había previsto ese desenlace posible El 30 de junio de 1940, en pleno pacto Hitler-Stalin, cuyo carácter efímero anuncia, escribe lo siguiente: "Si el proletariado mundial renunciara a su independencia política, una alianza entre la URSS y las democracias imperialistas significaría el aumento de la omnipotencia de la burocracia de Moscú, su transformación ulterior en agencia del imperialismo y concesiones inevitables de su parte a éste en materia económica”. Cosa que pasará al cabo de un período mucho más extenso de lo que Trotski imaginaba, pues el proceso sólo llegará a su fin en 1991.
Alemania, otro centro neurálgico de la crisis europea, presenta un panorama semejante: el nazismo ha aniquilado toda forma de organización obrera y democrática. Pero los estadistas ingleses y estadounidenses temen que el hundimiento del Estado nazi, como el de la monarquía en 1918, libere fuerzas sociales reprimidas durante mucho tiempo. Por eso, desde fines de 1943, la aviación inglesa y estadounidense aplasta bajo las bombas a la población civil de ciudades carentes de instalaciones militares y estratégicas, para aterrorizarla e impedirle toda veleidad y toda posibilidad de ocupar el lugar que ese hundimiento deja libre. El bombardeo de Hamburgo, viejo centro obrero, y la aniquilación de Dresde, que provoca más muertos que Hiroshima, son las más notables de esas empresas militares de fines puramente políticos. El jefe de la aviación británica se empeña en llevar hasta sus últimas consecuencias esa limpieza preventiva, mientras que Churchill protege de manera ostensible a Franco y Salazar, los dictadores español y portugués.
Los gobiernos pronazis de los países de Europa central, con la excepción de Polonia y Yugoslavia, se derrumban como castillos de naipes cuando la Wehrmacht, arrollada por el Ejército Rojo, los abandona. Roosevelt considera que Stalin está en mejores condiciones que él de mantener o restablecer el orden en esos países. Tal es el sentido de los acuerdos de Yalta. Stalin cede Grecia a Churchill, pues en ese país la resistencia popular al doble invasor, italiano y alemán, ha sido tan masiva que ha impedido el envío de nacionales al trabajo obligatorio; en Yugoslavia, uno y otro quieren imponer a Tito, llevado al poder por una resistencia popular que por sí sola liberó el territorio, el retorno del rey refugiado en Inglaterra. En Italia, el hundimiento del fascismo crea, como acaba de recordarlo Claudio Pavone, una situación profundamente revolucionaria. Es necesario apelar a todo el peso del Partido Comunista italiano para canalizar ese movimiento en el marco de la restauración de un Estado burgués que sacrifica la monarquía contra la opinión de Churchill, decidido a mantener en vano, allí como en Grecia, una testa coronada. Cuando el único diputado comunista británico, Gallacher, protesta contra la cacería de comunistas en Grecia, Churchill lo acusa públicamente de trotskismo, pecado, le recuerda, muy mal visto en Moscú...
La situación es igualmente explosiva en Francia, donde el Estado de Vichy se hunde a tal punto que Roosevelt, alarmado, intenta por un momento poner el país, como a Italia, bajo el poder de las autoridades militares estadounidenses (él Allied Military Government of Occupied Territorios [Gobierno Militar Aliado de los Territorios Ocupados, amuot]) y del general Eisenhower. Por órdenes directas de Stalin, el Partido Comunista francés, la fuerza principal de la Resistencia, impone la exigencia traducida por Maurice Thorez: "Un solo Estado, un solo ejército, una sola policía". Es menester, pues, suprimir los comités populares de todo tipo, esbozos de la dualidad de poder que marca cualquier situación revolucionaria.
El mantenimiento del Estado burgués exige la cuarentena o la liquidación de todos los que se oponen a él, calificados de trotskistas o, mejor aún, de "hitlero trotskistas", y acusados de sabotear la reconstrucción de la industria nacional. Pero la ola revolucionaria, contenida en Europa, barre China y disgrega todos los imperios coloniales.
Stalin, en consecuencia, debe golpear. En 1948 redacta un decreto por el cual se crean los campos especiales destinados a recibir 200 mil detenidos y elabora una lista de víctimas políticas, entre ellas los "trotskistas", exterminados, pero siempre renacientes. En 1949, la policía política reencuentra la huella del sobrino de Trotski, Valen Bronstein, que participó en 1945 de la toma de Berlín, y lo envía a Koliniá, el "crematorio blanco", donde sólo sus conocimientos de geología van a salvarle la vida. Los procesos estalinistas de la posguerra contra dirigentes comunistas de los países del este (Laszlo Rajk en Budapest, Trajeo Rostov en Sofía en 1949, Rudolf Slánsky en Praga en 1952) no olvidan adherir a la espalda de los condenados la etiqueta de "trotskistas". Para terminar, en 1953, la Seguridad del Estado detectará el paradero de un ex secretario de Trotski, el checo Wolfgang Salus, y lo envenenará: la víctima morirá algunos días después de Stalin.