Por Rodrigo Quesada
En ningún momento quisiéramos confundir a la nostalgia imperial con la supuesta nostalgia imperialista. Ambas tienen procedencias genéticas distintas, y su matriz ideológica y conceptual se ubica con facilidad. La nostalgia imperial está en deuda hoy, como ayer, con el liberalismo radical clásico, cuya estirpe viene definida por pensadores y creadores del calibre de Henry David Thoreau (1817-1862), Ralph Waldo Emerson (1803-1882), Walt Whitman (1819-1892), Mark Twain (1835-1910), John Stuart Mill (1806-1873) y Mary Wollstonecraft (1759-1797), entre otros. Por su parte, la nostalgia imperialista se nutre del pensamiento de figuras surgidas del liberalismo positivista, mejor conocido por el eufemismo de neoliberalismo, tales como Ludwig Von Misses (1881-1973), Friedrich A. Von Hayek (1899-1992), Milton Friedman (1912- 2006) y Ayn Rand (1905-1982).
Aunque este asunto bien podría constituir un mero retruécano de palabras, no pretendemos jugarle una mala pasada al lector, induciéndolo a tomar como sinónimos ambas nociones. Hablamos de nostalgia imperial en el más clásico sentido del término cuando, como hacía Joseph Roth (1894-1939)[1], nos estamos refiriendo a la profunda y sentida añoranza por los mejores tiempos idos, aquellos que terminaron identificados con una forma particular de vida, que fuera brindada en su momento, sostenida y reproducida, siempre en el caso de Roth, por el viejo imperio Austro-Húngaro, el cual desapareció, de forma aparatosa e irreversible con la Primera Guerra Mundial (1914-1918)[2].
La nostalgia imperial en este caso, es una noción que rebosa de contenidos culturales, humanísticos, de civilización y existenciales, irrepetibles en la noción de nostalgia imperialista, más articulada a los aspectos geoestratégicos, militares, políticos y del poder en los cuales está presente, ineludiblemente, todo lo concerniente al autoritarismo, el despotismo y la tiranía. Con frecuencia, los cultivadores de este último criterio se sirven del primero para justificar, desde el cinismo, sus excesos, sus desmanes y sus exhibiciones de poder. El siglo XX nos ha dado dos grandes ideólogos de la nostalgia imperialista, como lo fueron Ronald Reagan (1911- 2004) y Margaret Thatcher (1925- 2013). Soñaban con las épocas en que era posible hacer y deshacer a voluntad, ejercer la más total y omnipotente autoridad sobre hombres y pueblos; cuando nadie objetaba o contradecía su poder y autoridad, sustentada más que nada, en criterios racistas. No era extraño escuchar entonces a la Señora Thatcher referirse a las viejas glorias del imperio británico. En su cabeza se confundían de manera jocosa, lo que fue la era victoriana (1837-1901), abundante en logros culturales de la burguesía inglesa, que no siempre fue partidaria de los excesos imperiales, con las brutalidades militares, racistas, expansionistas y discriminatorias del imperialismo inglés[3].
La Guerra de Las Malvinas contra los argentinos en 1983, así lo prueba. Muchos de los reconocidos historiadores marxistas ingleses, militantes melancólicos de la Tercera Internacional, terminaron justificando esta guerra porque, decían, no era contra el pueblo argentino, sino contra la dictadura militar en ese país, que estaba aprovechando la oportunidad de un enfrentamiento contra uno de los grandes poderes militares del planeta, para consolidarse políticamente. Junto al grosero oportunismo de esta clase de argumentaciones, no sorprende entonces que esos mismos historiadores marxistas establezcan diferencias operativas y teóricas entre el imperio inglés y el mal llamado imperio norteamericano. Las viejas nostalgias imperiales ceden su lugar a las nostalgias imperialistas, para abrirle espacio a un supuesto marxismo que se atoró en los foros y discusiones de la Internacional. Tratándose del imperio inglés, con frecuencia, hasta los más vociferantes marxistas-leninistas salen corriendo a refugiarse bajo las enaguas de su reina, cuando se lo critica o se lo muele a palos.
Como el tema de la nostalgia no se agota en sus aspectos psico-fisiológicos, es oportuno señalar que la mera identificación de la noción de nostalgia imperial con la de nostalgia imperialista, nos conduciría inevitablemente a ubicar en la misma fila a nombres tan disímiles como Mark Twain (1835-1910), Vladimir Nabokov (1899-1977) y Ezra Pound (1885-1972). Lo que queremos decir es que la utilización indiscriminada de ambas nociones, para describir una misma realidad histórica, nos obligaría a tratar la nostalgia como un aspecto de la memoria en el que el discurso estético y antiimperialista de Twain tiene el mismo estatuto político que el de Pound, cosa que muchos críticos y analistas definirían como un falso problema.
Si en la nostalgia reside la memoria de las emociones expresada a través de las palabras, es obligación del historiador intelectual rastrear entonces la génesis de tales palabras, imágenes, música o expresiones artísticas con las cuales el sujeto nostálgico pretenda retener el paso del tiempo y salvar así la ubicuidad de su nostalgia en particular[4]. Aquí tiene su lugar la acusación de que todo sujeto nostálgico es un sujeto reaccionario, conservador y retardatario. La paradoja implícita en esta acusación es que el sujeto nostálgico siente la pérdida y la ubicuidad de sus emociones en el presente, cuando el pasado es sólo la concreción evasiva de la memoria, la cual es el sustrato sobre el que se levantan varias teorías revolucionarias. La nostalgia es el sentimiento traducido en emociones, en un presente lleno de palabras e imágenes que quiere recuperar el pasado, transformando precisamente ese presente. Con su mirada y sus emociones puestas en el pasado, el sujeto nostálgico aduce que en el presente no puede experimentar emociones nuevas, porque éstas carecen de la potencia revolucionaria de las emociones pretéritas para modificar el hoy desde el ayer.
La nostalgia imperial que llevó al suicidio a hombres del calibre de Joseph Roth y Stefan Zweig (1881-1942), así como al exilio de Herman Broch (1886-1951) y de Sandor Márai (1900-1989), nos deja en el más absoluto desamparo cuando tratamos de explicarnos cómo, a través de las palabras, se pueden recuperar los vestigios culturales del Imperio Austro-Húngaro sin caer en la simple y vacua melancolía. La nostalgia imperial pretende reconstruir escenarios, aromas, sonidos, emociones y vivencias, pero la violencia del presente, opresivo, fragmentario, roto, sólo pone en su lugar la nostalgia imperialista. El clasismo y las jerarquías de los viejos imperios europeos, cuya textura cultural y política le pertenece a una burguesía muy segura de sí misma, pero al mismo tiempo aterrorizada por los cambios que presencia, terminan opacados por la vulgaridad y la grosería de los desplantes imperialistas de aquellos para quienes la nostalgia es simplemente una pérdida irreparable de energía emocional.
El reinado de Victoria (1837-1901), que es al mismo tiempo un capítulo dorado en la historia del imperio británico, no podría comprenderse en toda su dimensión histórica sin tener claro que la plasticidad de la monarquía británica (destilando nostalgia imperial), pone a su burguesía más expansionista y reaccionaria a realizar la tarea sucia de la prepotencia imperialista. El reinado de Victoria reúne a los Pre-rafaelistas, pero también cuenta con el jolgorio sangriento en África y Asia, impulsado por políticos e ideólogos burgueses bien-pensantes como Benjamin Disraeli (1804-1881). La nostalgia imperial de Joseph Roth y Stefan Zweig terminó aplastada por la nostalgia imperialista de los nazis. La nostalgia imperial de los bolcheviques en Rusia, terminó caricaturizada para servir la nostalgia imperialista de Stalin y los suyos.
Detrás de la nostalgia imperial se encuentra lo más noble y sofisticado de la cultura burguesa. Detrás de la nostalgia imperialista, por el contrario, solo es posible hallar un conjunto de procedimientos políticos y militares cuya relación con la primera es puramente fortuita. Porque, si es cierto lo que sostiene el historiador norteamericano Peter Gay[5], de que no existe una sola burguesía, compacta y homogénea, sino muchas burguesías, con intereses, preocupaciones y aspiraciones distintas, es igualmente cierto que existen diferentes formas de transitar por el campo minado de los imperios, sin perder la conciencia burguesa y sin que su programa político e ideológico, se descoyunte por los excesos imperialistas.
Tiene problemas el político, el militar, el ideólogo imperialista para legitimar sus actuaciones en escenarios que no entran en la esfera de las percepciones de la burguesía como grupo social culturalmente dominante. Durante el reinado de Victoria, mientras la burguesía, o las burguesías, para atender la recomendación del historiador mencionado, recién aprenden a disfrutar de su tiempo libre, pues tres cuartas partes de su existencia se las han pasado ahorrando y mandando, el imperialismo inglés hace la guerra, practica el expansionismo, las invasiones y la manipulación para proteger y reproducir, precisamente, ese tiempo libre a duras penas conquistado.
La nostalgia imperial quiere retener hasta dónde sea posible a este último, volverlo productivo, placentero y culto, sin reparar en los costos económicos y sociales. Es el momento de los grandes magnates de la industria, que son, al mismo tiempo, grandes coleccionistas de arte y mecenas. La nostalgia imperial tiene en ellos a una burguesía que ya les perdió el miedo a los aristócratas y a las clases trabajadoras. Ignora la prepotencia cultural, las buenas maneras y la sofisticación de los primeros, así como le es indiferente la esclavitud asalariada en que viven las segundas. La nostalgia imperialista, por su parte, no tiene reparos de ninguna especie para identificar a los trabajadores y a los campesinos, las mujeres y los niños, los colonos y los migrantes con un modelo ideológico que reposa, la mayor parte del tiempo, sobre criterios raciales y racistas. El colono es sucio, desordenado, enfermizo, mentalmente inferior y fornicario porque racialmente es subdesarrollado. Sucede lo mismo con las mujeres y las clases trabajadoras en casa.
Por eso la lucha en contra de la jornada laboral infantil de diez horas en las fábricas inglesas de la era victoriana, era una causa injusta, ya que dicho trabajo era saludable para los niños y sus familias. Les enseñaba lo que era disciplina, aseo, orden y ambición. Los nostálgicos imperialistas soñaban con que era posible dejar todo esto intacto. Los nostálgicos del imperio creían que era posible cambiar, pero, ojalá lentamente, sin traumas. La enfermedad de la era victoriana, “el nerviosismo”, la neurastenia, llegó a constituirse en el mal del siglo, hasta el momento en que la Primera Guerra Mundial, barrió totalmente los temores infundados, premoniciones y prejuicios, caldo de cultivo de una burguesía que nunca asumió la guerra como una posibilidad apocalíptica. Para los nostálgicos imperialistas esta última fue siempre una alternativa feliz.
El temor al cambio de la nostalgia imperial, tenía que hacer frente, tarde o temprano, al cambio logrado a través de la guerra, la violencia y la brutalidad, promovido por los nostálgicos imperialistas. No es posible imaginar a ninguno de los autócratas reinantes de la era victoriana, en consultas con sus burguesías, sobre la mejor forma de hacer la guerra, conquistar y establecer colonias, o esclavizar a poblaciones enteras en otras partes del mundo. La acusación de los nazis contra la gran burguesía alemana, era precisamente esa: ¿dónde estaban ustedes cuando se les necesitó para detener la humillación que significó la derrota de la Primera Guerra Mundial? Divirtiéndose, pasándola bien, coleccionando arte, escribiendo novelas, visitando teatros, óperas y conciertos. El desasosiego de Joseph Roth, Stefan Zweig, Herman Broch, Sandor Márai, Arthur Schnitzler (1862-1931) y otros, ante los embates y sacudidas de los nostálgicos imperialistas, es a la vez el nostálgico desapego de la burguesía victoriana, cuyo desamparo cultural con la derrota sufrida en la Primera Guerra Mundial, no encontró asideros, sino más bien despeñaderos que le dejaron en las manos una cultura fragmentada, una identidad mutilada que sólo fue posible recuperar, para algunos de ellos, a través del suicidio[6]. Es decir, en la memoria.
La nostalgia que padece la gran burguesía imperial victoriana, centroeuropea y rusa, estaba constituida por sus anhelos evocadores de estilos de vida, vivencias, aromas, sonidos, lecturas compartidas, conversaciones, alegrías y temores, que se fueron para no volver con la Primera Guerra Mundial. Lo que se conoce como el largo imperio británico, es decir el período que se extiende entre la independencia de los Estados Unidos en 1776 y la independencia de la India en 1947, es un largo capítulo de desarrollo cultural, ideológico, político, social y económico en el que se imbrican una rica complejidad de matices, emociones, afectos y decisiones que sacudirán las bases de las civilizaciones involucradas hasta sus fundamentos más profundos.
Este universo imperial, que experimenta dos grandes rupturas con las guerras mundiales que desangraron al siglo XX, sigue vigente en muchos aspectos del crecimiento y desarrollo cultural de los pueblos que lo vivieron y lo sufrieron. La gran burguesía europea, más proclive a los desplantes imperialistas que la mediana y la pequeña burguesías, cuyo talante imperial reposa sobre los signos externos y el oropel que pueda brindarles la primera, una vez que los imperios se fracturaron en miles de pequeños pedazos, dedicó el resto de su existencia a tratar de rearticular una identidad deshecha la cual, al desaparecer los lazos de sangre, dejó sin asideros reales a la mayoría de los monarcas sucesivos.
Entonces, la gran burguesía imperialista europea, monárquica, clerical y supersticiosa al mismo tiempo, al verse despojada de la sustancia y las especies que le daban sentido a sus quehaceres y sentires, se refugió en sus vetustos rituales y encontró consuelo en la mecánica brindada por las grandes compañías multinacionales, también llenas de rituales, oquedades y guiños con tal de continuar viviendo a costa de las injusticias que hacen posible al sistema capitalista. Hoy, la mayoría de los monarcas, sus familias y sus servidores, viven a costa de lo generado por un sistema económico para el cual cualquier estructura política es legítima si garantiza su reproducción. Europa y China son dos ejemplos supinos de lo que estamos diciendo.
La nostalgia imperialista en estos casos llevó a la Gran Bretaña, a Francia, Alemania, Rusia y hasta al profiláctico Japón a involucrarse en guerras, a lo largo del siglo XX, en las que la destrucción de los imperios coloniales era entendida como la demolición simultánea de una forma de vida que se negaba a desaparecer, por más aferrados a sus rituales que estuvieron políticos, empresarios, pensadores y artistas. La ventaja operativa de la gran burguesía imperialista norteamericana, es que carece de tales signos y vacíos melancólicos y se centra en los resultados que pueda brindarle el sistema. Carente de esa parafernalia, la gran burguesía norteamericana se da el lujo, más bien, de comprar al mejor postor, los trazos de una nostalgia que no le pertenece pero que, a la larga, puede ser una buena inversión. Si esta nostalgia en préstamo puede sostener al sistema económico, entonces los laberintos financieros que conducen a los espasmos de las monarquías europeas más frágiles estarán justificados.
A partir del momento en que la nostalgia imperialista se quedó en los estertores de palacio, para soñar con la posibilidad de recuperar o sostener a cualquier costo los vestigios de una geografía imperialista todavía prolija en excesos militares y desplantes de autoritarismo, la nostalgia imperial, por su parte, más inclinada a reconstituir viejas formas de vida, y anhelando los rituales que dieron sentido a su desdibujada cotidianidad, registra sus frustraciones en el arte, la música, la literatura, la arquitectura y la política callejera. Ningún otro medio artístico logró reproducir mejor esta nostalgia que el cine. El rescate y la pujanza de la nostalgia imperial le pertenece a la cinematografía, a todo lo largo del siglo XX.
En el cine quedarán registradas, para siempre, las sonrisas, lágrimas, alegrías y amarguras, lo sublime y lo ridículo de una nostalgia imperial que buscó eternizarse de la forma más efectiva, inventada hasta ahora por la burguesía, es decir, a través de las imágenes. Con las imágenes en el tiempo garantizadas por la magia tecnológica del cine, la mediana y pequeña burguesías europeas quisieron retener la fuga, también en el tiempo, de sus sueños, sus esperanzas y anhelos más preciados. Las imágenes estáticas brindadas por las artes plásticas convencionales, no ofrecían dicha posibilidad, sino, todo lo contrario, la cantinela del museo y la galería, donde se asomaban las multitudes con una noción del mercado del arte, promovida por los marchantes y los grandes coleccionistas, de que entre cuatro paredes era todavía posible mantener recogido el código ético y estético de la burguesía como clase, a pesar de sus jerarquías sustentadas en las diferencias de fortuna, aunque no necesariamente de percepción del mundo y de la existencia.
El retablo de manías, costumbres, gestos y retruécanos de la burguesía, anhelante de reconstruir y retener la memoria imperial, empezó a fracturarse ante los embates incoloros de la cotidianidad, que los desplantes del poder y de las guerras habían traído a la historia, con su carga de violencia, brutalidad, racismo, misoginia y discriminación sin precedentes. Un código ético y estético que exponía constantemente su legitimación frente a los golpes provenientes de aristócratas aburguesados y de obreros aristocratizados, tuvo que enfrentar el enigma de su supervivencia cuando los fascismos, excrecencia nacida de su propio seno, le hicieron tomar consciencia a esa burguesía anodina, pagada de sí misma, de que había llegado muy tarde a la repartición de cuotas de poder y de riquezas. Lo que Joseph Roth y otros como él nunca se cansaron de lamentar hasta su muerte fue, precisamente, no haber podido darse cuenta a tiempo de la llegada del totalitarismo más extremo de que tenga memoria la humanidad. El fascismo en realidad no los tomó por sorpresa. Era una historia que venía fraguándose desde hacía mucho tiempo. El fascismo simplemente los devoró y los dejó impertérritos con su carga de metáforas, sueños, poesía y lamentaciones.
Pero la historia no se endereza con lamentaciones. El decálogo cultural de la burguesía, con la llegada del fascismo, empezó a deshojarse, porque éste le enseñó a la humanidad cómo se borra de un plumazo, de la noche a la mañana, toda una forma de percibir y de sentir el mundo, la existencia y la vida misma. La nostalgia imperial de la clase media europea, como la llama Peter Gay, inició la pérdida, a través del despotismo de los fascismos, de manera violenta e inescrupulosa, uno por uno, de todos los ingredientes éticos, estéticos e ideológicos que la habían perfilado por siglos. Su amor por el ahorro, su culto al trabajo, su afán por la disciplina, el orden, el sentido de la privacidad, el disfrute de la familia y del tiempo libre y, sobre todo, su inveterada pasión por la libertad, empezaron a caer, como en un castillo de naipes, ante las obsesiones totalitarias por el despilfarro militar, la conversión de todo lo privado en algo soezmente público, y el fanatismo desaforado del déspota por la homogenización de los criterios, los afectos, los sentimientos y, finalmente, las personas, los individuos, los seres humanos como sujetos universales en sí mismos.
La Primera y la Segunda Guerra Mundiales saldaron cuentas con el totalitarismo extremo, pero dejaron intactos los destrozos culturales, humanos y humanísticos que heredó aquel. El neoliberalismo y la globalización, reflejos mutantes de la vocación carroñera de las burguesías imperialistas, recogieron aquellos trastos viejos abandonados por el totalitarismo en su espantada huída hacia la nada, y les dieron un nuevo sentido. Hoy, como siempre, la nostalgia imperial encuentra melancólicos taciturnos que todavía se preguntan qué pasó, como Mario Vargas Llosa. La respuesta grosera y nauseabunda de los nostálgicos imperialistas es que debió haberse ido más allá del Apocalipsis, como nos lo quisieron hacer creer con la crisis de los misiles en 1962.
La crisis del neoliberalismo, de sus formulas mágicas y de sus brebajes financieros para toda clase de problemas económicos y sociales que puedan presentar los mercados a escala internacional, tiene muy poco que ver con la crisis de los valores que sacude, de cabo a rabo, a una burguesía imperial que hace rato perdió su sensibilidad para la política, el buen gobierno y la capacidad reproductiva de su propia independencia cultural. Si defendió con uñas y dientes, durante dos siglos, su privacidad, sus prejuicios, sus mitos e, incluso, sus mismos temores (aquellos que le dieron empleo y justificación al quehacer de Freud y de los suyos), hoy en día la burguesía imperial sigue esperando que un milagro la salve, de la enorme responsabilidad que ha significado haber perdido el control sobre su propio pasado. La nostalgia no es la pura negación del presente, como dicen los simples. La nostalgia es también el pánico por no poder impedir que el pasado nos aplaste en el presente. La mala administración de ese pasado, arroja todas sus culpas, sus detritos, fracasos y rotundidades ideológicas en el vertedero de la historia, para dejar a la burguesía imperial, a los monárquicos urbanos, a la aristocracia obrera, de nuestros días, aferrados a las fórmulas indigestibles de organizaciones como el Fondo Monetario Internacional, diseñadas para transformar por la fuerza el presente de los seres humanos sin su participación o consentimiento.
El gran salto adelante de la tecnología de las telecomunicaciones, en realidad de origen militar, que obligó a una reformulación total de los rituales civiles para intercambiar opiniones, conocimiento, información y estrategias financieras y comerciales, arrasó los bastiones burgueses, otrora inexpugnables, como la vida privada de las personas, la unidad familiar convencional, la sensualidad (a la que convirtió en una agresiva pornografía), y el placer por una cultura que no se agotara en la simple metáfora del gusto. Para la burguesía imperial, de cepa victoriana inconfundible, la derrota de esta última, y su envío ineludible al desván de los objetos inservibles, significó, por una parte, la llegada de una burguesía imperialista, egoísta, agresiva, despojada del respeto por la vida, y por otra parte, la señal indefectible de que el neoliberalismo no quería recomponer los viejos valores del liberalismo clásico, sino más bien, abrirle el camino de vuelta a un sistema económico sin criterios morales de ninguna especie.
La crisis económica actual es el resultado de la avaricia, del egoísmo, de la corrupción y de la incompetencia más completa, jamás imaginadas. El liberalismo radical clásico, que siempre vio al estado como un recurso de última instancia, partió de lecciones éticas que, aunque no sustentadas en la solidaridad, apelaban a que los mecanismos económicos, sociales, políticos y culturales, funcionaban mejor cuando las instituciones no estaban por encima de la gente. El neoliberalismo alteró profundamente estos fundamentos y convirtió a la gente en instrumentos de producción descartables. Hoy, la gente es desechable y las instituciones, como el mercado, son lo decisivo. En algunas iglesias, por ejemplo, se ocultan crímenes atroces durante décadas, porque la institución es más importante que la gente.
Pero el fracaso del neoliberalismo es al mismo tiempo el fracaso de las viejas burguesías imperiales, que fueron incapaces de contener la avalancha de las burguesías imperialistas, expansionistas, militaristas y guerreristas, dispuestas, a tiempo completo, a dejar que el sistema económico funcionara con nuevas instituciones y nuevos dispositivos productivos, pero sin modificar ni un ápice sus vetustos fundamentos éticos, cuyo eje vertebral es la simple generación y acumulación de ganancias. La nostalgia por el retorno al mundo de la burguesía imperial, a su refinamiento cultural, sus buenos modales, su alta cultura, su sentido de la privacidad, se ha convertido en el rescate de antiguas reliquias que solo pueden verse y admirarse en viejos libros de texto. La grosería y la vulgaridad del invasor la han sustituido. Para éste, esa nostalgia es sencillamente el anhelo por la recuperación de antiguallas que hoy no tienen ningún asidero real, ni en el presente ni en el futuro.
Las denuncias planteadas por J. A. Hobson (1858-1940) y Mark Twain[7] contra los imperialismos, a finales del siglo diecinueve y principios del veinte, no estaban constituidas por ingredientes anti-nacionales o anti-patrióticos, como se les quiso presentar en más de una ocasión. Es bien conocida la contribución de Hobson a la teoría del imperialismo, en sus dimensiones económicas, sociales, políticas y culturales. Ya lo hemos dicho en otra parte[8], sin Hobson, a quien por lo general se le ha leído muy mal, o muy superficialmente, no sería posible comprender la teoría del imperialismo desarrollada por Lenin (1870-1924) y sus discípulos. La exposición del funcionamiento de los dispositivos económicos y financieros del imperialismo hecha por Hobson, estaría incompleta sin los requisitos éticos del análisis avanzado por Twain. Estas requisitorias morales e institucionales contra el imperialismo, solo podían proceder de una burguesía que había llegado a comprender que el costo de mantener el imperio, era mayor que impulsar el desarrollo de una nación capitalista sin el peso muerto representado por aquel.
La nostalgia experimentada por esta burguesía todavía presa de los vahos imperiales, tiene muy poco que ver con aspectos cognitivos o emocionales relacionados con el mundo colonial. Se trata de una nostalgia construida sobre la base de que era retributivo rememorar los mejores momentos culturales y existenciales de la vida en palacio, sin tener que reparar en el costo de mantener funcionando un universo colonial bañado en sangre. La nostalgia de la burguesía imperial es sólo el síntoma de una vida vivida sin querer ver lo que está aconteciendo alrededor. Los imperialistas por el contrario, hicieron que esta burguesía de palacios, fiestas y frivolidad viera y tomara consciencia de lo inevitable. Sin imperio el divertimento cotidiano no era posible. Mark Twain critica, reflexiona y moraliza sobre el imperialismo norteamericano. Pero Teddy Roosevelt (1858-1919) lo hace posible en la práctica.
La nostalgia de la burguesía imperial del período de entreguerras, es la nostalgia de una burguesía que anhela retener la vida garantizada por el imperio, pero sin imperialismos. La nostalgia de la burguesía imperialista, es la nostalgia debida a la ausencia de más imperialismo. Se ha dicho que la teoría de la dependencia es la propuesta de un puñado de revolucionarios románticos, para explicar los orígenes conflictivos de las relaciones con el imperialismo en América Latina. La burguesía imperial diría que eso estaba bien, solamente hasta el punto en que su forma de vida no fuera alterada. Se podía reflexionar sobre dichas relaciones, pero no modificarlas. Para la burguesía imperialista, nada de esto era válido. Y todos los recursos para expandir y profundizar el imperio eran legítimos. En este caso la nostalgia es el anhelo de más recursos, para llevar hasta sus últimas consecuencias el hecho imperialista.
La nostalgia imperial está repleta de anhelos. La nostalgia imperialista, a su vez, repleta de hechos y cronologías. Entre una y otra, solo median diferencias de procedimiento, pues la realidad imperialista no resulta modificada en ninguna de sus vertientes. Para los grandes artistas europeos del período de entreguerras, la ensoñación como una vuelta atrás, el anhelo de recuperar al menos la atmósfera existencial y de la vida cotidiana del viejo imperio austro-húngaro, o de la era victoriana, no era un asunto puramente individual. El hecho del exilio, del holocausto, y del desmantelamiento radical de una forma de vida, tenía que ver con la supervivencia de colectividades enteras. La desaparición de etnias completas, y el asalto contra formas de cultura milenarias, era un hecho imperialista que no podía ser transfigurado con simples anhelos y ensoñaciones.
Lo que estamos diciendo es que, tanto la nostalgia imperial como la realidad imperialista, componen las dos mitades integrales de un mismo cuadro de civilización. El liberalismo radical clásico, ideario de una buena parte de esa burguesía imperial de la que venimos hablando, que pudo haber obstaculizado el surgimiento de aquella realidad, se atoró en las mieles y desidia de una vida cotidiana en la que se hablaba mucho de democracia, mientras otra parte de la burguesía se las arreglaba para hacer posible el nacimiento de una forma de totalitarismo sin precedentes en la historia humana. La nostalgia imperial es co-responsable de los excesos de la nostalgia imperialista. Y de esta evidencia se nutre el neoliberalismo, para venderle al mundo la idea (al menos así piensan algunos de sus cultivadores), de que todavía es posible (en los inicios del tercer milenio) recuperar aquello con lo que todavía sueña la burguesía imperial. La presencia de monarquías, hoy día, es la más patética manifestación de que esa nostalgia tiene todavía un gran vigor, a pesar de su larga historia de yerros, incertidumbre, volubilidad y siniestros antojos traslaticios, tan bien interpretados por los imperialismos de todo signo político.
NOTAS
Joseph Roth. Cartas (1911-1939) (Barcelona: El Acantilado. 2009. Traducción de Eduardo Gil Bera).
Joseph Roth. La filial del infierno en la tierra. Escritos desde la emigración (Barcelona: El Acantilado. 2004. Traducción de Berta Vias Mahou) P.162.
Stephen Howe. Empire. A Very Short Introduction (Oxford University Press. 2002) Capítulo 1.
Michael O´Brien. Rethinking the South. Essays in Intellectual History (The John Hopkins University Press. 1988) Introducción.
Peter Gay. Schnitzler’s Century. The Making of middle class culture. 1815-1914 (London and New York: Norton & Company. 2002). Capítulo 8.
Hugo Von Hofmannthal. The Lord Chandos Letter, And Other Writings (New York: New York Review Books. 2005. Traducción del alemán al inglés de Joel Rotenberg e Introducción de John Banville). P.13.
J. A. Hobson. Imperialism: A Study (New York: Cosimo Classics. 2005). Mark Twain. El antiimperialismo. Patriotas y traidores (Barcelona: Icaria. 2006).
Rodrigo Quesada. América Latina. 1810-2010. El legado de los imperios (San José, Costa Rica: EUNED. 2012).