Por Antonieta Villalobos Calvo
Secretaria de Asuntos Internacionales Central General de Trabajadores (CGT)
A nivel mundial, los datos sobre la situación de las mujeres continúan siendo larmantes. La falta de acceso a los recursos para la producción y al mercado laboral, mantienen en la pobreza a las mujeres, quienes a pesar de producir entre el 60% y el 80% de los alimentos en los países en vías de desarrollo, se ven obligadas a padecer de hambre con sus familias.
Según estadísticas mundiales, el 53% de las mujeres que trabajan lo hacen en empleos vulnerables, por ejemplo en maquilas localizadas en las zonas francas industriales en países tercermundistas. En dichos lugares, las obreras quedan expuestas a muy bajos salarios y a pésimas condiciones de trabajo, sus derechos han sido “flexibilizados” en pro de “la atracción de inversión extranjera” frecuentemente bajo los acuerdos del libre comercio.
Por otra parte, en la economía actual globalizada, los mercados laborales se han “liberalizado” permitiendo una flexibilización de las leyes y dejando sin protección social a millones de trabajadores y trabajadoras informales. Garantizar los derechos de las mujeres en el mercado laboral informal no es tarea fácil, en vista de que los Estados no brindan verdadera protección a quienes viven de este tipo de empleos.
Una de las más graves expresiones del empleo informal es el trabajo doméstico. Debido a que se constituye en una extensión de las labores invisibilizadas y los cuidados que las mujeres han realizado tradicionalmente en el hogar, sin remuneración alguna, el trabajo doméstico suele ser subvalorado. Las trabajadoras domésticas usualmente no cuentan con ningún tipo de contrato laboral, protección social ni garantías laborales, especialmente si son inmigrantes. Debe indicarse que en los países en vías de desarrollo, el trabajo doméstico representa entre el 4% y 10% de la fuerza laboral, siendo las mujeres la gran mayoría en este sector (entre el 74% y 94%); además nos enfrentamos ante el creciente fenómeno de la feminización de la migración, en donde millones de mujeres se trasladan a países más ricos a fin de poder mantener a la familia que permanece en su país de origen.
Además, una alta proporción de las mujeres centroamericanas se insertan en ocupaciones de baja productividad o perciben ingresos salariales inferiores con respecto a los hombres en las mismas ocupaciones. En Costa Rica, por ejemplo, las trabajadoras del sector público poseen un ingreso promedio inferior en un 7% en comparación con los trabajadores, en el sector privado, la situación de discriminación es aún más crítica, ya que las mujeres ganan hasta un 27% menos que los hombres y a pesar de que las mujeres superamos a los hombres en educación universitaria, tan solo un 27% de los altos puestos de “dirección y gerencia” son ocupados por el sexo femenino, que gana de por sí un 22% menos que el masculino. Además, en diversos países de la zona, se puede identificar una penalización de la maternidad, en el sentido de que esta brecha salarial es mayor entre las madres que entre las mujeres que no lo son. A pesar de que existen legislaciones que protegen a las trabajadoras en condición de embarazo, es sabido que en la práctica, los patronos las discriminan de múltiples formas. Tampoco resultan efectivas las leyes contra el acoso laboral, abundan los casos de hostigamiento sexual en los centros de trabajo y de estudio.
Según datos oficiales, en Costa Rica, el desempleo femenino llega hasta un 10% (cuatro puntos más que el masculino). Un 92% de las mujeres jefas de hogar, asumen la crianza y manutención de su prole sin el apoyo de ninguna otra persona. Solo el 16% de los hombres jefes de hogar, asumen esta tarea en solitario.
La mujer centroamericana vive en carne propia la inseguridad, la violencia, la pobreza, el desempleo, el subempleo, entre otras manifestaciones de la discriminación y explotación a causa de nuestro género. Aunado a esto, según un informe de la ONU, se estima que en el 2011, una de cada tres mujeres de nuestra Región, era víctima de violencia en sus hogares. Estos actos de violencia suelen estar agravados por otros factores, tales como la pobreza, la corrupción o el narcotráfico. Guatemala en particular, se caracteriza por una fuerte violencia intrafamiliar. En el año 2012 se registraron 720 femicidios, mientras que otras 899 mujeres resultaron heridas a causa de estos abusos.
Es regla de oro en el mundo capitalista, que la crisis de los ricos la pagan los pobres. La arremetida de los gobiernos en contra de la clase trabajadora se ejecuta a través de políticas regresivas perjudiciales para los servicios públicos y recortes a los gastos sociales, incrementando así la desigualdad y la pobreza. Es entonces cuando el proletariado comienza a perder sus derechos, a sufrir la reducción de sueldos y el empeoramiento de sus condiciones laborales. La situación es incluso más grave para la mujer trabajadora, ya que en tiempos de crisis ella es la primera en verse afectada. En países como España, el caos económico llegó a agudizar la brecha de género, golpeando con más fuerza a los salarios de las españolas.
Bajo esta lógica patriarcal que sigue el capitalismo, se considera a la mujer como “fuerza de trabajo disponible y elástica”, que puede ser desechada ante la crisis o contratada en condiciones de explotación, valiéndose para eso, de la pobreza en la cual, ese mismo sistema ha colocado a las mujeres. Esta cadena de explotación y maltrato es parte del día a día de millones de obreras y campesinas centroamericanas, doblemente oprimidas por su condición de mujer y de trabajadora.
Sin embargo, todo lo anterior es harto conocido, no solo por las mujeres que día a día lo enfrentamos, sino también por organismos internacionales como la ONU. Mediante la Declaración del Milenio y los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) los Gobiernos de 189 países se comprometieron a lograr que la justicia social llegue a todos los habitantes del planeta. Sin embargo, estamos a dos años de que se venza el plazo fijado para el cumplimiento de dichos objetivos y las mujeres seguimos siendo explotadas en razón de nuestra clase económica y discriminadas por nuestra condición de género. Erradicar la pobreza extrema y el hambre (OMD1), sin cuestionar el sistema que las genera, es simplemente “un saludo a la bandera”.
La lucha por la liberación de la mujer trabajadora, debe apuntar a las causas de la violencia estructural de la que somos víctimas, no solo a sus consecuencias. Luchar en contra del patriarcado será siempre una tarea insuficiente si no comprendemos que éste alimenta y mantiene al capitalismo. Luchar en contra del capitalismo, que coloca en la miseria a millones de personas e ignorar que esa pobreza afecta de manera más cruel a las mujeres, es desconocer la realidad que las trabajadoras, pobres, indígenas, migrantes y/o negras vivimos día a día. Por eso, debemos organizarnos para trabajar juntas, entendiendo que en las mujeres se encuentra un gran potencial para la fuerza y el liderazgo. ¡Si somos doblemente explotadas, seremos doblemente revolucionarias!