Este 21 de agosto se cumplieron 77 años del asesinato de León Trotsky (1879-1940), fundador del Ejército Rojo y de la Cuarta Internacional. Trotsky formó parte, junto a V.I. Lenin, de la alta dirigencia bolchevique que encabezó el triunfo de la primera revolución proletaria, hace 100 años. Rendimos tributo a su memoria, publicando este relato de su esposa, Natalia Sedova (1882-1962) sobre como ocurrió el asesinato de Trotsky
El martes 20 de agosto de 1940, a las siete de la mañana, Leo Davidovich me dijo:
—¿Sabes? Me siento muy bien esta mañana; me siento como no me había sentido desde hace mucho tiempo. Anoche tomé doble dosis de soporífero. He notado que me produce buen efecto.
—Sí; recuerdo que ya lo notamos en Noruega, cuando sentías decaer tus fuerzas más a menudo que ahora. Pero no es el soporífero lo que te sienta bien. Un sueño profundo constituye un descanso completo.
—Es cierto.
Al abrir por la mañana o al cerrar por la noche los postigos blindados de nuestros amigos después del asalto a la casa, el veinticuatro de mayo, Leo Davidovich decía de vez en cuando:
—Ahora no nos harán daño los Siqueiros.
Y al despertar solía decir para sí mismo y para mí:
—Aquella noche no nos mataron, y aún no estás contenta.
Yo trataba de defenderme como podía. Una vez, después de este saludo, añadió pensativo:
—Sí, Natacha: nos han concedido un plazo.
En 1928, cuando nos desterraron a Alma Ata, donde nos esperaba una incertidumbre completa, charlamos durante toda una noche en el departamento del vagón. No podíamos conciliar el sueño. Nuestra vida en Moscú durante las últimas semanas, sobre todo durante los últimos días, había sido tan agitada y era tal nuestra fatiga que no podíamos dominar aún la excitación nerviosa. Recuerdo que Leo Davidovich me dijo:
—¿Es preferible morir en una cama del Kremlin que la deportación? No lo creo.
¡Cuán lejos estaba aquella mañana de todos estos pensamientos! Su excelente estado físico le daba la esperanza de poder trabajar durante todo el día “como era debido”.
Terminada su rápida fricción habitual y después de vestirse no menos rápidamente, salió con vivacidad al patio para darles de comer a sus conejos. Cuando se sentía mal, el alimentarlos le incomodaba; rehusaba, sin embargo, abandonar esa tarea, pues le inspiraban lástima sus animalillos. Hacerlo como él quería y como tenía por costumbre —es decir, bien— resultaba difícil. Además, debía tener cuidado: era menester ahorrar sus fuerzas para el trabajo intelectual. El cuidado de los animales y la limpieza de sus cajas le ofrecían descanso y distracción; pero, al mismo tiempo, lo fatigaban físicamente, y esto se observaba en su capacidad global de trabajo. Todo lo que emprendía era con animación. No sabía hacer nada a medias; le eran extrañas la languidez y la desgana. Por eso no le fatigaba nada, tanto como las conversaciones triviales o semitriviales. ¡Con qué ánimo recogía cactos para replantarlos en nuestro jardín! Se entregaba a esta tarea por entero. Y se enardecía incluso; empezaba a trabajar el primer y terminaba el último; ninguno de los jóvenes que lo acompañaban en sus excursiones era capaz de igualarlo. Se iban rezagando uno tras otro hasta que abandonaban la tarea. Pero él era infatigable. Muy a menudo, al contemplarle, me maravillaba este milagro. ¿De dónde sacaba esa energía, esa fuerza física? Ni el sol, insoportablemente ardiente, ni las montañas, ni el acarrear cactos pesados como el hierro producían efectos sobre él. Y parecía hipnotizado por el resultado de su trabajo. Encontraba una especie de descanso en el cambio. En el trabajo hallaba una compensación contra los crueles golpes que lo perseguían. Y cuanto más fuerte era el golpe, más apasionadamente lo olvidaba gracias al trabajo.
Por causas de fuerza mayor, las excursiones en busca de cactos hacíanse cada vez más raras. De vez en cuando, fatigado y hastiado de la monotonía de la vida que llevaba, solía decirme:
—¿No crees que podríamos salir durante todo un día esta semana?
—Es decir, para ir a “trabajos forzados” —decía yo, bromeando—. ¿Por qué no?
—Lo mejor sería salir muy temprano. ¿Por qué no a las seis de la mañana?
—¿Por qué no? Pero, ¿no te cansarás demasiado?
—No; por el contrario, eso me reanima. Además, te prometo moderarme.
Leo Davidovich habíase acostumbrado a alimentar a sus conejos y a sus gallinas, a los que observaba atentamente, entre las siete y quince o las siete y veinte minutos y las nueve de la mañana. De vez en cuando se interrumpía con el fin de dictar una u otra disposición o las ideas que se le ocurrían mientras se entregaba a esas tareas.
Aquel día estuvo trabajando en el patio sin interrupción. Después del desayuno me dijo una vez que se sentía completamente bien y quería empezar a dictar un artículo sobre la instrucción militar en los Estados Unidos. Y, en efecto, empezó a dictar.
A la una de la tarde nos visitó Rigalt, nuestro abogado en el asunto del veinticinco de mayo. Después de esta visita, Leo Davidovich vino a decirme, no sin sentirlo, que debía posponer el artículo comenzado para volver al trabajo relacionado con el proceso que se seguía como consecuencia del asalto. Resolvió con el abogado que era necesario contestar a El Popular en vista de que, durante un banquete, habían acusado a Leo Davidovich de difamación.
—Tomaré la ofensiva y los acusaré de cínicos calumniadores —dijo en tono de desafío.
—¡Qué lástima que no puedas escribir ese artículo sobre la movilización!
—¿Qué hacer? Tendré que dejarlo para dentro de dos o tres días. Ya he indicado que me pongan sobre el escritorio todos los antecedentes sobre el caso. Después de la comida les echaré un vistazo.
Y repitió una vez más:
—Me siento muy bien.
Después de dormir una breve siesta le vi sentado ante su escritorio, cubierto de materiales sobre El Popular. Su estado físico seguía siendo bueno y me sentía contenta. En los últimos tiempos, Leo Davidovich se quejaba de una debilidad general. Sabía que era algo pasajero, pero en tales momentos pensaba “en ellos” más de lo debido. Aquel día nos pareció como el comienzo de una temporada mejor para su estado físico. Su aspecto exterior era también bueno. Para no molestarle, de vez en cuando entreabría yo la puerta de su despacho y lo observaba en su posición acostumbrada, inclinado sobre su escritorio, con la pluma en la mano. “Un episodio más y estos anales habrán terminado”, pensé. Así se expresaba el antiguo cronista Pimen en el drama Boris Godunof, de Puchkin, anotando los crímenes del zar Boris. El modo de vida de Leo Davidovich parecía el de un preso o un anacoreta, con la diferencia de que, en su soledad, no sólo registraba los acontecimientos, sino que mantenía también una lucha irreconciliable contra sus enemigos ideológicos.
Durante ese día, hasta las cinco de la tarde, Leo Davidovich registró en el dictáfono parte de su artículo sobre la movilización militar en los Estados Unidos y alrededor de cincuenta pequeñas páginas de respuesta a El Popular, es decir, a las perfidias de Stalin. Todo ese día gozó de un completo equilibrio mental y físico.
A las cinco, como de costumbre, tomamos el té. A las cinco y veinte minutos, quizás a las cinco y media, me asomé al balcón y vi que Leo Davidovich estaba en el patio, cerca de la conejera abierta. Daba de comer a los conejos. Con él había un individuo al que no reconocí hasta que se quitó el sombrero y vino hacia el balcón. Era Jacson. “Ya ha venido otra vez”, pensé. Y me pregunté a mí misma: “¿Por qué ha empezado a venir con tanta frecuencia?”.
—Tengo una sed espantosa y quisiera tomar un vaso de agua —dijo después de saludarme.
—¿Quiere usted tomar una taza de té?
—No, no; he comido tarde y siento la comida aquí —se llevó la mano a la garganta—. Me está estrangulando.
El color de su cara era verde-gris y parecía muy nervioso.
—¿Por qué lleva usted sombrero e impermeable?
—El impermeable lo llevaba en el brazo izquierdo, pegado al cuerpo—. Hace mucho sol.
—Pero usted sabe que es pasajero y que puede llover.
Yo quise contestarle: “Hoy no lloverá”. Se jactaba de no usar sombrero y abrigo ni aun en el peor tiempo. Pero me sentí molesta y no dije nada.
—¿Y cómo está Silvia?
No me entendió. Sin duda lo había confundido con mi pregunta sobre el impermeable y el sombrero. Estaba absorto en sus propios pensamientos. Sumamente nervioso, como si despertara de un sueño, contestó al fin:
—¿Silvia? ¿Silvia?
Y, recobrándose, añadió negligentemente:
—Está siempre bien.
Luego se fue hacia las conejeras, donde seguía Leo Davidovich. Andando junto a él le pregunté:
—¿Está listo su artículo?
—Sí: ya está terminado.
—¿Pasado a máquina?
Con la misma mano con que sujetaba el impermeable —en el que, como se vio luego, llevaba cosidos el zapapico y el puñal— hizo un movimiento embarazoso y, manteniéndola pegada al cuerpo, me enseñó algunas hojas escritas a máquina.
—Está bien que no lo traigo manuscrito, pues a Leo Davidovich no le gustan los manuscritos desordenados.
Había venido a visitarnos hacía dos días, también con impermeable y sombrero. Yo no lo vi, pues desgraciadamente no estaba en casa. Pero Leo Davidovich me dijo que había venido Jacson y que le había sorprendido un poco su actitud. Lo mencionaba como si no quisiera detenerse demasiado en ello. Pero al mismo tiempo, observando ciertas circunstancias nuevas, no pudo dejar de comunicarme su impresión.
—Me ha traído un artículo, más bien un borrador… algo por demás confuso. Le di algunos consejos. Vamos a ver qué resulta.
Y añadió:
—Ayer no parecía un francés. Se sentó de repente sobre mi escritorio y permaneció todo el rato sin quitarse el sombrero.
—Es extraño —observé, sin manifestar la menor sorpresa—. Él no usa sombrero nunca.
—Pues esta vez lo usaba —observó Leo Davidovich sin detenerse, pues iba escribiendo mientras hablaba.
Púseme yo en guardia; creí comprender que esta vez Leo Davidovich había observado algo extraño, pero sin llegar a ninguna conclusión. Se desarrolló esta conversación la víspera del crimen.
El sombrero puesto… el impermeable bajo el brazo… sentado en el escritorio… ¿No se trataba de un ensayo? Lo hizo con el fin de encontrarse más seguro después en sus movimientos.
Pero, ¿quién podía adivinar entonces todo esto? ¿Quién podía prever que el veinte de agosto, un día como cualquier otro, sería el fía fatal? Nada hacía prever esta fatalidad. El sol brillaba desde por la mañana, como siempre aquí. Abríanse las flores y el césped resplandecía como barnizado. Todos nosotros, cada cual a su manera, sentíamos la preocupación de facilitarle el trabajo a Leo Davidovich. Varias veces durante ese día subió los escalones de ese mismo balcón, entró en el mismo despacho y se sentó sobre esa misma silla, ante su escritorio… ¡Era todo tan común! Pero ahora, por eso mismo, ¡tan terrible y tan trágico! Ninguno de nosotros —ni él mismo— podíamos prever la catástrofe próxima. Y esa ausencia de intuición ocultaba un abismo.
Por el contrario, ese día fue uno de los más armoniosos. Cuando Leo Davidovich salió al jardín, hacía las doce, le vi bajo el ardiente sol, descubierto, y me apresuré a llevarle la gorra blanca, para defender su cabeza contra la inclemencia del sol. ¡Defenderlo del sol cuando estaba ya bajo la amenaza de una muerte horrible! No sentíamos que estaba ya condenado; el impulso de la desesperación no mordía aún nuestro corazón.
Recuerdo que cuando nuestros amigos construían el sistema de señales de la casa, llamé cierta vez la atención a Leo Davidovich sobre la necesidad de poner una guardia cerca de la ventana. En aquel momento me parecía indispensable esta medida, pero él me hizo observar que en tal caso sería necesario extender el sistema de defensa y aumentar el número de los guardias hasta diez, lo que no guardaba proporción con los medios ni con el material humano de que disponía nuestra organización. Un guardia cerca de la ventana no podía salvarle en un momento determinado; sin embargo, me preocupó mucho la falta del mismo en aquel lugar. Leo Davidovich estaba muy impresionado con el regalo enviado por nuestros amigos, consistente en un chaleco blindado o especie de cota de malla. Viéndolo, le dije que sería conveniente tener algo también para la cabeza. Leo Davidovich insistía en que cada compañero que ocupara el puesto responsable en un momento determinado usara ese chaleco blindado. Después del fracaso sufrido por nuestros enemigos en el ataque del veinticuatro de mayo, sabíamos que Stalin no se detendría ahí y nos preparábamos en consecuencia. También sabíamos que la G.P.U. emplearía otro medio de asalto. No excluimos un ataque por una persona sobornada por la G.P.U. Pero ni la cota de malla ni el casco hubieran sido capaces de protegerle. Era imposible emplear directamente estos medios de protección. Era imposible pasarse la vida en una tarea autodefensiva. Hubiera perdido ésta, en tal caso, todo su valor.
Cuando me acerqué con Jacson a Leo Davidovich, éste me dijo en ruso:
—¿Sabes? Espera que venga Silvia, pues se van mañana.
Quiso indicarme así que sería conveniente invitarlos, si no a cenar, por lo menos a tomar el té.
—No sabía que espera usted a Silvia y que se van ustedes mañana.
—Sí, sí; se me olvidó decírselo.
—¡Qué lástima no haberlo sabido! Hubiera podido enviar algo a Nueva York.
—Puedo volver mañana por la mañana.
—¡Oh, no! Muchas gracias. Sería una molestia para usted y para mí.
Volviéndome hacia Leo Davidovich, le expliqué en ruso que le había ofrecido el té a Jacson y que éste lo había rechazado, quejándose de cierto malestar y de una sed espantosa y que se había limitado a pedirme un vaso de agua. Leo Davidovich lo miró de una manera interrogante y le dijo con un ligero reproche:
—Está usted malo otra vez y tiene muy mal aspecto. Eso no está bien.
Hubo un silencio. Leo Davidovich no quería dejar sus conejos y no parecía muy dispuesto a escuchar la lectura del artículo. Pero, sobreponiéndose al fin, preguntó:
—Entonces, ¿quiere usted leerme su artículo?
Cerró las puertas de las jaulas sin apresurarse y se quitó los guantes que usaba en este menester. Cuidaba sus dedos, que se herían harto fácilmente, lo cual le producía irritación porque le impedía escribir. Mantenía su pluma, como sus dedos, siempre limpia. Sacudió su blusa azul y se dirigió, lenta y silenciosamente, con Jacson y conmigo, hacia la casa. Los acompañé hasta la puerta del estudio de Leo Davidovich. La puerta se cerró tras ellos y yo penetré en la habitación contigua.
Habían transcurrido apenas tres o cuatro minutos cuando oí un grito terrible y estremecedor; no me di cuenta en seguida de quién era. Pero corrí hacia él… Entre el comedor y el balcón, en el umbral de la puerta, apoyado en el bastidor, permanecía de pie Leo Davidovich, la cara ensangrentada y destacándose claramente el azul de sus ojos sin las gafas, los brazos caídos.
—¿Qué es lo que pasa? ¿Qué pasa?
Lo abracé, pero él no me contestó inmediatamente. Pensé que había caído algo del techo, que estaba en reparación. Pero ¿por qué aparecía de repente allí? Él me dijo lentamente, sin alteración, amargura o despecho:
—Jacson.
Leo Davidovich pronunció esta palabra como si quisiera decir: “Se cumplió”. Dimos algunos pasos y con mi ayuda, se echó sobre la estera en actitud de reposo.
—Natacha, te amo.
Lo dijo tan inesperadamente, tan significativamente, en tono casi tan solmene y severo, que yo, sin fuerzas y dominada por un temblor interior, me incliné hacia él.
—¡Oh, no! No hay que dejar entrar a nadie en la casa sin ser cacheado.
Y cautelosamente, poniendo un almohadón debajo de su cabeza rota, le puse hielo en la herida y, con un algodón, restañé la sangre de su rostro.
—Hay que alejar a Siova de todo esto —dijo con dificultad, indistintamente.
Me pareció que Leo no se daba cuenta de esta dificultad.
—¿Sabes? Allí —e indicó con los ojos la puerta del estudio—. Sentí… comprendí lo que quería hacer… Me quiso golpear otra vez, pero yo se lo impedí.
Dijo esto con voz baja y entrecortada, con calma.
“Pero yo se lo impedí”. Estas palabras revelaban una cierta satisfacción. Después Leo Davidovich empezó a hablar con Joe en inglés. Estaba éste arrodillado, como yo misma, en el lado opuesto. Yo me esforcé por comprender sus palabras, pero no lo conseguí. En este momento vi que Charles, muy pálido, entraba en el despacho de Leo Davidovich con un revolver en la mano.
—¿Qué hemos de hacer con ése? —le pregunté a Leo Davidovich—. Lo van a matar.
No, no deben matarlo; hay que obligarlo a hablar —respondió Leo Davidovich pronunciando siempre las palabras despacio y con dificultad.
Oímos de repente un alarido lastimoso. Miré a Leo Davidovich, interrogante. Con un movimiento de los ojos, apenas perceptible, indicó la puerta de su despacho y dijo con despego:
—Es él… ¿No ha llegado el médico?
—Va a venir en seguida. Charlie ha ido a buscarlo con el coche.
Llegó el médico, vio la herida y dijo, conmovido, que no era de peligro. Leo Davidovich lo aceptó tranquilamente, casi con indiferencia, como si no se pudiera esperar de un médico otra opinión en tales circunstancias. Pero, dirigiéndose a Joe en inglés y señalando su corazón, dijo:
—Siento aquí… Que esto es el fin. Esta vez lo han logrado.
A mí me quiso ahorrar esto.
La ambulancia, en medio del bullicio de la ciudad, con su frivolidad, las apreturas de la gente, la intensa iluminación nocturna, iba maniobrando y avanzando con el ininterrumpido sonido de su sirena y el silbato de los policías en sus motocicletas. Y nosotros llevábamos a nuestro herido con un dolor profundo, insoportablemente agudo en el corazón y con una alarma siempre creciente. Conservaba el su lucidez. Su mano izquierda se extendía a lo largo del cuerpo, paralizada; ya lo había dicho el doctor Dutrem cuando lo examinó en el comedor de la casa. La derecha, como si no encontrara un lugar donde apoyarla, movíala constantemente en círculos y se encontraba con la mía. Hablaba con mayor dificultad. Inclinándome hasta rozarle, le pregunté cómo se sentía.
—Ahora, mejor —me contestó.
“Ahora, mejor…”. Despertó en mí una aguda esperanza. El ruido ensordecedor, los silbatos de los motoristas, el ulular de la ambulancia continuaban, pero mi corazón latió esperanzado. “Ahora, mejor”.
Atravesamos la puerta. La ambulancia se detuvo. Nos rodeaba mucha gente. “Entre ella pueden estar los enemigos, como siempre en estos casos —pensé—. ¿Dónde están los amigos? Sería preciso que rodearan la camilla”.
Fue colocado en su cama. En silencio, los médicos examinaron su herida. Siguiendo sus instrucciones, la enfermera procedió a cortarle el pelo. Yo estaba de pie, a la cabecera. Sonriendo ligeramente, me dijo:
—También ha venido el peluquero.
Trataba de alejar de mí la pena.
El mismo día habíamos hablado de llamar al peluquero para que le cortara el cabello, pero no lo hicimos. Ahora lo recordaba.
Leo Davidovich invitó a Joe, que estaba a mi lado, a apuntar en una libreta su despedida de la vida, como supe después:
—Estoy seguro del triunfo de la IV Internacional. ¡Adelante!
A mi pregunta sobre lo que había dicho, respondió Joe:
—Me pidió que apuntara algo sobre estadística francesa.
Me extrañó que hablara entonces de estadística francesa. ¡Muy extraño! Quizá se sentía mejor.
Continué de pie a la cabecera, sosteniendo el hielo sobre la herida y escuchando. Empezaron a desnudarlo y, para no causarle molestias, cortaron con la tijera su blusa de trabajo. La enfermera y el doctor cambiaron una mirada de simpatía por aquella blusa obrera y después le cortaron el chaleco y la camisa. Le quitaron el reloj de la muñeca y la ropa restante sin cortarla. En este momento me dijo:
—No quiero que me desnuden ellos; quiero que lo hagas tú.
Lo dijo muy distintamente, pero con gran aflicción. Estas fueron sus últimas palabras dirigidas a mí.
Al terminar me inclinó y puse mis labios sobre los suyos. Respondió a mi beso. Respondió largamente. Así fue nuestra despedida. Pero no lo sabíamos. El herido perdió el conocimiento. La operación no lo volvió en sí. Sin apartar de él mis ojos, seguí velándole toda la noche y esperando el despertar. Sus ojos estaban cerrados, pero la respiración, por momentos difícil, otros tranquila, inspiraba esperanza. Así pasó también el día siguiente. Hacia el mediodía, según la previsión de los médicos, se produjo una mejoría. Pero a la caída de la tarde hubo un cambio repentino en la respiración del paciente: se aceleraba más y más, pronunciándome una inquietud mortal. Los médicos y el personal del hospital rodearon la cama del herido, visiblemente conmovido. Perdiendo el dominio sobre mí misma, pregunté que significaba aquello. Sólo uno de los médicos, cauteloso, me aseguró que aquello pasaría. Los otros, callaron. Comprendí lo falso que era este consuelo y lo desesperado de la situación. Lo incorporaron, la cabeza se inclinó sobre el hombro y cayeron sus brazos como en “El descendimiento de la Cruz”, del Ticiano, el vendaje en lugar de las corona de espinas.
Los rasgos de su rostro mantenían toda su pureza y todo su orgullo. Parecía como si fuera a incorporarse bruscamente y a decidir él mismo su suerte. Pero era demasiado grande la profundidad de su herida del cerebro. El despertar, tan ansiosamente esperado, no produjo. No volvimos a oír sus palabras. Ya no estaba en el mundo.
Llegará la venganza contra los asesinos. Durante toda su bella y heroica vida, Leo Davidovich creyó en la libertad del futuro humano. Su fe no se debilitó durante los últimos años, sino que, por el contrario, se fortaleció y se vigorizó. La humanidad futura, liberada de la miseria, suprimirá toda clase de violencias. Él me enseñó a creer en eso.
Publicado en:
Julian Gorkin, Cómo Stalin mató a Trotsky, capítulo VIII “Así fue”, Barcelona, Plaza & Janés, 1965, pp. 110-120