Por Fernando Claudín
En el verano de 1918, la situación militar en Alemania se hace desesperada. El mariscal Hindenburg, comandante supremo, el general Ludendorff y su Estado Mayor, que hasta ese momento prometían la victoria a una población extenuada, deciden en secreto que ha llegado la hora de negociar la paz y lo hacen saber al emperador del Reich, Guillermo II.
Su preocupación máxima es impedir que la derrota desemboque en revolución, como había sucedido en Rusia el año anterior, y al mismo tiempo quieren escapar a sus grandes responsabilidades en la catástrofe.
Para conseguir estos fines deciden pasar el poder, que, de hecho, venían ejerciendo dictatorialmente en el curso de la guerra, a los partidos políticos con más implantación social, interesados también en evitar la revolución: el SPD (Partido socialdemócrata alemán), el llamado Centro (Partido del Centro Católico) y el Partido Demócrata. Los dos últimos de carácter burgués liberal.
Este paso del poder militar a un gobierno parlamentario se inicia el 3 de octubre con el nombramiento del príncipe Max de Baden como canciller del Reich, teniendo como secretario de Estado a Scheidemann (socialdemócrata), Erzberger y Grober (centro) y Haussmann (demócrata).
El nuevo equipo inicia las negociaciones con los aliados para llegar a un armisticio, pero los acontecimientos se precipitan. La temida revolución irrumpe en escena con la sublevación de parte de la flota de guerra en los últimos días de octubre. Del 5 al 9 de noviembre se extiende a toda Alemania como mancha de aceite. El 9 abdica el emperador, cuando ya la república ha sido proclamada en Munich y Berlín. Pero la socialdemocracia consigue controlar la situación impidiendo que siga el camino de la revolución rusa.
Al iniciarse la Primera Guerra Mundial, en agosto de 1914, el SPD adoptó la política llamada de unión sagrada — colaboración con la monarquía y el generalato para llevar a cabo la guerra, incumpliendo los acuerdos de los congresos de la II Internacional de oponerse a ella por todos los medios.
Los Espartaquistas
Sólo un pequeño grupo de la izquierda del partido, agrupado en torno al diputado Karl Liebknecht, Rosa Luxemburg, Franz Mehering, Clara Zetkin, Leo Jogiches y otros conocidos militantes revolucionarios, mantiene en alto la bandera internacionalista.
A partir de 1916 este grupo es conocido con el nombre de Spartakus, o de espartaquistas porque inicia la publicación de una revista con el nombre de Cartas de Spartakus en recuerdo simbólico del jefe de la más famosa revolución de esclavos bajo el Imperio romano.
En abril de 1917 tiene lugar la escisión del SPD. Una impo-nante minoría, al frente de la cual figuran personalidades tan relevantes como Kautsky y Bernstein, funda el USPD (Partido Socialdemócrata Independiente alemán), que se opone a la continuación de la guerra y preconiza una paz negociada. Los espartaquistas deciden integrarse en este partido, aunque juzgan vacilante y demasiado moderadas las posiciones de sus dirigentes.
Después de la escisión, el SPD conserva cerca de 250.000 afiliados (sin contar los movilizados en el Ejército), cuenta con 74 diarios y revistas en toda Alemania y controla los sindicatos. El USPD agrupa a unos cien mil afiliados y dispone de 14 publicaciones. Los espartaquistas no pasan de unos millares de militantes, según las cifras más optimistas, y su influencia es extremadamente reducida. La gran mayoría de la clase obrera alemana y los sectores de las capas medias, que en las elecciones de 1912 habían dado al SPD el grupo más importante del Parlamento, compartían el fervor nacionalista del conjunto de la sociedad alemana, y sólo al final de la guerra evolucionaron hacia las posiciones pacifistas reflejadas en el USPD.
Sin embargo, las grandes pérdidas en vidas humanas, las privaciones materiales en aumento y el impacto de la revolución rusa, fueron engendrando un descontento creciente en el pueblo alemán.
En 1917 se produjo un primer motín en la flota de guerra. En enero de 1918 tuvo lugar una huelga general en gran número de ciudades, formándose los primeros consejos obreros a semejanza de los soviets (consejos) rusos.
El Gobierno respondió intensificando la represión en los medios obreros y en las unidades militares, sin poder impedir nuevas huelgas, como las de abril de 1918 en Berlín, organizada por la red clandestina de los llamados delegados revolucionarios, militantes obreros que gozaban de la confianza de sus compañeros en las fábricas de la capital. Esta organización de los obreros de Berlín funcionaba independientemente de los partidos, aunque en ella predominaban los militantes del USPD, y desempeñó un papel importante en la revolución alemana.
La sublevación, iniciada el 30 de octubre, de las tripulaciones de los barcos de guerra anclados en la rada de Kiel —provocada por el temor a ser utilizados en nuevas operaciones bélicas cuando ya era del dominio público que la guerra estaba perdida— sirve de detonador a la acumulación de descontento y al ansia de paz que invade a la sociedad alemana, reemplazando al belicismo nacionalista que existía en el período anterior.
La revolución toma la forma de un movimiento espontáneo, de masas, que conquista la calle, enfrentándose en algunos casos con destacamentos de la policía o del Ejército, aunque, por lo general, la resistencia de las autoridades establecidas es mínima. De Kiel, la revolución gana Hamburgo, Lübek, Holstein, Schwerin, Hannover, Brunswick, Colonia, Munich, Oldenburg, Rostock, Magdeburg, Halle, Leipzig. Dresden, Düsseldorf, Stuttgart, Nuremberg, etcétera.
El 9 de noviembre llega a Berlín. Preparada por los delegados revolucionarios, una inmensa manifestación, partida de las fábricas y las barriadas obreras, confluye sobre el centro de la capital.
La guarnición permanece pasiva o se une a los manifestantes. Refugiado en el Cuartel General, Guillermo II se resiste a abdicar, pero Hindenburg y los generales le informan que no puede contar ya con el Ejército. El dirigente del SPD, Scheidemann, anuncia en el Reíchstag la instauración de la República alemana. Dos horas más tarde, Liebknecht proclama ante los manifestantes la República socialista libre de Alemania. Muy pronto quedará en claro que la situación real respondía a la declaración de Scheidemann.
Acomodamiento del SPD
Colocada ante el hecho revolucionario, la dirección del SPD opta por ponerse a su cabeza para mejor controlarlo e impedir que tome el camino ruso. En las semanas precedentes, los dirigentes socialdemócratas habían intensificado su permanente campaña contra la revolución bolchevique.
La revolución rusa ha anulado la democracia y establecido en su lugar la dictadura de los consejos de obreros y soldados. El Partido Socialdemócrata rechaza, sin equívocos, la teoría y el método bolcheviques para Alemania y se pronuncia por la democracia —declaraba el Worwarts, órgano central del SPD, el 21 de octubre.
El surgimiento, de la noche a la mañana, de consejos de obreros y soldados en toda Alemania, no obedece, desde luego, a consignas del SPD. Es una creación espontánea de las masas, influidas, sin duda, por el ejemplo ruso —y muy secundariamente, en algunos casos, por el activismo de la izquierda revolucionaria—, pero al mismo tiempo esos consejos son mayoritariamente socialdemócratas en su composición y en sus aspiraciones, reflejando un dato básico de la nueva situación: la gran mayoría de los obreros, sin hablar ya de los campesinos y las capas medias urbanas se sentía identificada con los objetivos proclamados por el SPD bajo la presión del movimiento revolucionario: conclusión inmediata de la paz, abolición de la monarquía, instauración de la república democrática parlamentaria, mejoramiento de la situación económica, reformas sociales, etcétera.
La dirección del SPD decía también que estaba de acuerdo en ir hacia el socialismo, pero por cauces democráticos y pacíficos. Y para completar su hábil acomodamiento a la nueva situación política, levanta la bandera de la unidad socialista (reunificación del SPD y del USPD), encontrando la aprobación entusiasta de las asambleas multitudinarias que se suceden incesantemente.
En cambio, los espartaquistas y otros grupos de la izquierda revolucionaria, secundados en cierta medida por el ala izquierda del USPD, llaman a las masas a profundizar la revolución y transformarla en socialista, a instaurar la dictadura del proletariado, explicando —cosa, por lo demás evidente— que para alcanzar tales objetivos es necesaria la lucha armada contra los partidos de la burguesía y sus fuerzas militares, contra los propios dirigentes del SPD, a los que califican de traidores y contrarrevolucionarios.
Proponían, en definitiva, la guerra civil —incluso dentro del propio movimiento obrero— con su inevitable cortejo de víctimas humanas y sacrificios materiales. No es sorprendente que la política del SPD prevaleciera cada día más, como se reflejó en el primer congreso de los consejos de obreros y soldados de toda Alemania reunidos del 16 al 20 de diciembre.
De 480 delegados, 292 pertenecen al SPD, 84 al USPD, 11a un grupo de extrema izquierda llamado Unión de revolucionarios, y sólo 10 a la Liga Spartakus (el grupo Spartakus había adoptado esta denominación el 11 de noviembre).
Entre el 9 y el l0 de noviembre, la dirección del SPD consigue imponer dos iniciativas políticas de gran importancia para asegurar su papel hegemónico. Por un lado, que el príncipe Max de Bade, máxima autoridad legal después de la abdicación de Guillermo II, traspase todos los poderes al socialdemócrata Eben, convertido así en canciller legal, lo cual tenía indudable relevancia de cara a las clases dominantes y al Ejército.
Por otro lado, la dirección del SPD consigue que la dirección del USPD acepte formar un gobierno socialista paritario SPD-USPD, lo cual tenía aún mayor relevancia de cara a los obreros, soldados, oficiales y otros actores populares protagonistas del movimiento revolucionario, para acreditar la disposición del partido mayoritario de la socialdemocracia a realizar los objetivos de la revolución en una línea democrática y pacífica.
En la tarde del 10 de noviembre tiene lugar en el circo Busch de Berlín una asamblea general de los consejos de obreros y soldados de la capital. Ebert es acogido con una tempestad de aplausos cuando anuncia que para poner fin a la lucha fratricida entre socialistas se ha llegado a un acuerdo entre el SPD y el USPD, formándose un Gobierno con tres representantes de cada partido. Ahora —dice—se trata de asegurar en común la reconstrucción de la economía según los principios del socialismo ¡Viva la unidad de la clase obrera alemana y de los soldados alemanes, viva la República social de Alemania.!
Grandes aclamaciones acogen esta declaración. En cambio, Liebknecht, pese a su indudable popularidad por su oposición a la guerra, es acogido con hostilidad cuando declara que la revolución está amenazada no sólo por los que antes tenían el poder —junkers, capitalistas, imperialistas, monárquicos, príncipes o generales—, sino también por los que hoy marchan con la revolución y ayer eran sus enemigos (es decir, los dirigentes del SPD).
La mayoría de la asamblea se levanta indignada gritando: ¡unidad!, ¡unidad! y exigiendo que Liebknecht abandone la tribuna. El líder espartaquista está a punto de ser agredido por los delegados de los consejos de soldados cuando declara que los enemigos de la revolución utilizan pérfidamente para sus propios fines la organización de los soldados, aludiendo con ello al predominio que en los consejos de soldados, más aún que en los consejos obreros, tenían los socialdemócratas del SPD y otros elementos aún más moderados, sobre todo entre los oficiales que se habían sumado al movimiento. (Aunque se denominaban consejos de soldados, estos organismos incluían también algunos oficiales, incluso de alto grado, pasados al campo republicano.)
Consejo de Comisarios
En conclusión, la asamblea ratifica por una gran mayoría el órgano supremo de poder propuesto por Ebert, que para sintonizar mejor con los consejos de obreros y soldados recibe el nombre de Consejo de Comisarios del Pueblo, igual que el órgano de poder surgido de la revolución bolchevique de octubre de 1 917. No hace falta insistir en que la semejanza sólo era nominal.
El Consejo de Comisarios del Pueblo, formado por los social-demócratas Ebert, Scheidemann y Landsburg, del SPD, y Hasse, Dittmann y Barth, del USPD, forma un Gobierno en el que, con el argumento de mantener la continuidad administrativa, permanecen los antiguos ministros o son reemplazados por funcionarios del mismo corte. Cada ministro es asistido por dos subsecretarios de Estado, uno del SPD y otro del USPD.
Esta continuidad a nivel gubernamental va acompañada de la de todo el anterior aparato burocrático del Estado, así como del aparato militar. De hecho, se crea una dualidad de poder: de un lado, la pirámide de consejos de obreros y soldados, que se constituye formalmente en el ya citado congreso de diciembre, y de otro el anterior aparato burocrático y militar que se conserva en lo esencial. Pero esta dualidad es más aparente que efectiva, dada la subordinación de los consejos a la dirección del SPD.
Por otra parte, la política de Ebert se orienta cada vez más por el camino de las componendas con el viejo aparato estatal, en particular con su estamento militar, viendo en él la fuerza capaz de hacer frente, en caso de peligro, al ala bolchevizante del movimiento revolucionario.
Las primeras medidas del Consejo de Comisarios del Pueblo consisten en la firma del armisticio (11 de noviembre); un llamamiento al país garantizando las libertades públicas, prometiendo la jornada de ocho horas a partir del 1 de enero de 1919, reformas sociales, remedios contra el paro, etcétera; el sufragio universal y el voto secreto en todas las elecciones a las instituciones representativas, la convocatoria de elecciones a la Asamblea Nacional; formación de una comunidad de trabajo entre patronos y obreros para dirimir todos los conflictos por negociarse y convenios colectivos; la creación de una guardia nacional acompañada de la orden a todos los particulares de entregar las armas en su poder, so pena de cinco años de prisión, medidas ambas dirigidas contra la izquierda revolucionaria que se preparaba para la lucha armada, etcétera.
Esta izquierda revolucionaria está constituida, principalmente, por una fracción del USPD, con base sobre todo entre militantes de filas y cuadros intermedios, mientras la mayoría de los altos dirigentes se alinean cada vez más con los del SPD; por grupos como el de los delegados revolucionarios de las fábricas de Berlín y otros y otros grupos similares con rasgos específicos en diversos puntos de Alemania; y, finalmente, por los espartaquistas, el grupo que adquirirá más renombre, debido a la personalidad de sus dirigentes y al trágico final de los más célebres entre ellos —Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg—; al hecho de ser el núcleo fundador del Partido Comunista alemán, y, finalmente, a su protagonismo en la insurrección de enero de 1919 contra el Gobierno Ebert.
A finales de diciembre la Liga Spartakista lanza un ultimátum a la dirección del USPD, dentro del cual aún permanecen, confiando en obtener el apoyo del ala izquierda de este partido, y en caso de escisión que la misma se reagrupará con la Liga. Pero este cálculo fracasa. La dirección del USPD rechaza el ultimátum y el 98 por 100 de su base obrera permanece en las filas del partido, haciendo oidos sordos a la solicitación de los espartaquistas.
En las Navidades, la Liga espartakisra celebra una conferencia nacional en la que decide salir del USPD y formar un partido independiente junto con otros pequeños grupos —especialmente el de Bremen— que se consideran ya comunistas.
El 30 de diciembre se celebra el congreso fundacional del nuevo partido, que adopta el nombre de Partido Comunista alemán (Liga Spartakus). Por sus siglas alemanas: KPD (Spartakusbund). En total no pasa de unos miles de militantes en toda Alemania, con algunos grupos importantes en Chemnitz y en el distrito de Wasserkante, pero sólo 50 militantes en Berlín.
Como constata el historiador marxista Arthur Rosemberg, es una organización clandestina aislada, sin forma sólida. Carece, en efecto, de estructuras firmes y de cohesión ideológica. Sin embargo, su influencia en el ala más radical de la revolución alemana sobrepasa con mucho a sus efectivos numéricos, y en algunos momentos consigue movilizar masas importantes. Cuenta con un diario, Die Rote Fahne (La Bandera Roja), cuya publicación se había iniciado el 9 de noviembre.
En el congreso fundacional del KPD se manifiestan divergencias ideológicas y políticas entre un núcleo de dirigentes, que comparten las posiciones teóricas de Rosa Luxemburg, y otros militantes, generalmente jóvenes, con escasa formación marxista, que se inclinan al extremismo y son más proclives al ejemplo bolchevique, interpretándolo además de una forma simplista.
Piensan que el poder debe conquistarse, aunque los revolucionarios sean una minoría. No tienen en cuenta que en Rusia las consignas de paz y tierra habían dado a los bolcheviques el apoyo mayoritario de los soviets de obreros, campesinos y soldados, decepcionados por la política de los demás partidos que proseguían la guerra y no daban la tierra, mientras que en la Alemania de la revolución de noviembre la paz era ya un hecho y los campesinos representaban una fuerza conservadora.
Rosa Luxemburg, en cambio, planteaba la lucha por el poder revolucionario, pero sobre la base de ganar previamente el apoyo mayoritario de las masas trabajadoras, que por el momento confiaban en la socialdemocracia. La tarea inmediata del KPD debía consistir, sostenía, en impulsar las luchas parciales de los trabajadores y difundir entre ellos el programa comunista.
Estas divergencias estratégicas se tradujeron en divergencias tácticas acerca de una cuestión crucial: la actitud que el KPD debía adoptar ante las elecciones para la Asamblea Nacional. Rosa Luxemburg, Liebknecht, Jogiches, Paul Lcvi y otros de los principales dirigentes defendían la participación, pero su posición fue derrotada por los extremistas del partido. Esta actitud de boicot a las elecciones resultaba incomprensible para la inmensa mayoría del pueblo alemán y no podía por menos de aislar aún más a los espartaquistas.
El riesgo de un choque decisivo entre la izquierda revolucionaria y el Gobierno Ebert se acrecentaba cada día. Ya en diciembre se habían producido enfrentamientos sangrientos entre los sectores más radicalizados de los obreros y soldados y las fuerzas represivas que el Gobierno organizaba aceleradamente en colaboración con los jefes militares.
A finales de diciembre se produce una crisis en el Consejo de Comisarios del Pueblo. Los tres representantes del USPD dimiten por desacuerdo con la política militar y la política económica de Ebert. Al tomar esta decisión, la dirección del USPD se hace eco del descontento creciente dentro de su partido y en las masas obreras y quiere evitar que la izquierda revolucionaria lo capitalice.
La crisis gubernamental agrava la situación política. Ebert sustituye a los dimisionarios por tres miembros del SPD, entre ellos Noske. A principios de enero de 1919, el Gobierno decide destituir al prefecto de policía de Berlín, Eichhorn, perteneciente al ala izquierda del USPD, considerado demasiado radical.
El comité berlinés del USPD, los delegados revolucionarios y el KPD (Liga Spartakus) convocan una manifestación de protesta que tiene lugar el 5 de enero con cientos de miles de participantes. Los representantes de las tres organizaciones convocantes, entre ellos Liebknecht por los espartaquistas, deciden proseguir la acción hasta derrocar al Gobierno.
Entretanto, los manifestantes ocupan los locales de varios diarios, entre ellos el de Vorwärts, órgano del SPD, y algunas dependencias gubernamentales como la agencia de noticias Wolff. Eichhorn no acata la destitución y sigue al frente de la prefectura de policía.
Se crea una comisión revolucionaria presidida por Ledebour (izquierda del USPD), Scholze (delegados revolucionanos) y Liebknecht (espartaquistas), que proclama la lucha por el poder, declara la huelga general y llama a una nueva manifestación para el día siguiente.
En este día, 6 de enero, se distribuye una hoja socialdemócrata que llama a los obreros, soldados y ciudadanos a oponerse a los bandidos de la Liga espartaquista. El Gobierno da plenos poderes a Noske para organizar la represión en colaboración con los jefes militares, utilizando para ello los llamados cuerpos francos, creados desde mediados de diciembre con oficiales de confianza y voluntarios reclutados a sueldo.
Uno de los principales jefes de estos cuerpos francos, el general Maercker, arengaba así a sus hombres: “Yo soy un viejo soldado. Durante treinta y cuatro años he servido a tres emperadores. Amo y venero a Guillermo II, igual que el día en que le presté juramento. Pero ahora el Gobierno imperial ha sido reemplazado por el del canciller Ebert. Y este Gobierno se encuentra hoy en una situación muy difícil. Esa Rosa Luxemburg es una mujer diabólica y Karl Liebknecht un tipo decidido a jugarse el todo por el todo”.
Al mismo tiempo que continúan las manifestaciones y choques sangrientos en Berlín, los dirigentes del USPD entablan negociaciones con el Gobierno Ebert. La dirección del KPD (Liga Spartakus) se divide sobre la táctica a seguir.
Una minoría, encabezada por Liebknecht, es partidaria de pasar a la ofensiva e intentar por las armas el derrocamiento del Gobierno. La mayoría, encabezada por Rosa Luxemburg, considera que no hay ninguna probabilidad de éxito, y que aun en el caso de triunfar en Berlín éste quedaría aislado, repitiéndose la tragedia de la Comuna de París.
Sin embargo, la mayoría no impone resueltamente su criterio, contemporiza con Liebknecht. Radek, que había llegado a Berlín como representante del Partido Bolchevique en el congreso fundacional del KPD, y se encuentra aún en la capital, aconseja a la dirección espartaquista anunciar públicamente que deben cesar los combates.
Asesinatos
Pero este consejo no es seguido. Aprovechando las negociaciones con el USPD, a las que se incorporan también los delegados revolucionarios, el Gobierno Ebert dirige toda la propaganda contra los espartaquistas, y al mismo tiempo Noske concentra los cuerpos francos en las proximidades de Berlín, lanzando el 11 de enero la ofensiva contra los insurrectos. Al precio de gran número de víctimas recupera los diarios ocupados y la prefectura de policía.
El 14 de enero el orden reina en Berlin. El 15, Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg son detenidos y asesinados por los militares. El cadáver de Rosa Luxemburg, arrojado a un canal, no será encontrado hasta el 31 de mayo. Otros militantes revolucionarios, espartaquistas, de la izquierda socialdemócrata o de los delegados revolucionarios, miembros de los consejos de obreros y soldados, sufren la misma suerte, o son maltratados y detenidos. De Berlín la represión se extiende a otras ciudades donde se han producido huelgas o manifestaciones de solidaridad con los insurrectos de la capital.
Nunca llegarían a esclarecerse totalmente las responsabilidades por el asesinato de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg, aunque los autores directos, un teniente y un soldado, fueron juzgados y condenados a dos años de prisión. Los comunistas lo utilizarían desde entonces como una mancha infamante de la socialdemocracia.
Scheidemann, ya retirado de la política, escribiría dos años después:
En la noche del martes al miércoles, después de la Semana sangrienta, partí para Cassel a fin de comparecer ante mis electores. A petición del general Groener, me dirigí, apenas llegado, a Wilhelmshöhe (Cuartel General del Ejército) para discutir con él y el mariscal Hindenburg asuntos de servicio. Allí conocí la noticia del último y terrible episodio de la semana espartaquista, el asesinato de Karl Liebknecht y de Rosa Luxemburg.
El viernes, 17 de enero por la mañana, regresaba a Berlín. La capital estaba presa de una emoción extrema provocada por la muerte de los dos jefes espartaquistas y por los espantosos detalles que se iban conociendo poco a poco sobre las circunstancias del asesinato. Sólo puedo repetir aquí lo que bajo la primera impresión declaré al Stadthalle de Casel: “Lamento sinceramente estas dos muertes. Cada día las dos víctimas llamaban al pueblo a tomar las armas para derribar al Gobierno. Ahora su propia táctica terrorista les ha golpeado a ellos mismos”.
Más allá de la tragedia humana que ambas pérdidas significaban, la de Rosa Luxemburg privó al socialismo internacional de uno de sus más eminentes teóricos marxistas, y en el marco del movimiento comunista facilitó que las tendencias sectarias, y más tarde estalinianas, se impusieran en el KPD. Sus críticas al menosprecio por la democracia que mostraban los dirigentes bolcheviques, toda la concepción teórica de Rosa Luxemburg, difícilmente hubieran podido conciliarse con el rumbo tomado por la revolución soviética y por la Internacional Comunista.
Cuatro días después del asesinato de Liebknecht y Luxemburg, el 19 de enero, tienen lugar las elecciones a la Asamblea Nacional. El SPD obtiene cerca del 38 por 100 de los sufragios y el USPD el 7,6 por 100. El KPD no se presenta.
Constitución de Weimar
Para poder gobernar, el SPD forma coalición en la Asamblea Nacional —que se reúne en Weimar— con los otros dos partidos republicanos, el Centro católico y el Partido Demócrata. De este compromiso nace la Constitución de Weimar.
Ebert es elegido presidente provisional de la República y Shidemann, jefe del Gobierno, formado con ministros de los tres partidos de la coalición. En junio de 1919 Shidemann es sustituido por Bauer, también del SPD. Este Gobierno ratifica el 22 de junio de 1919 el Tratado de Versalles y el 31 de julio del mismo año adopta la Constitución. Con Versalles y Weimar queda definitivamente institucionalizado el régimen que sale de la revolución de noviembre.
Del 8 al 14 de abril tiene lugar en Berlín el segundo y último congreso de los consejos de obreros y soldados, que desaparecen de la escena política después de reconocer como única representación nacional de la república a la Asamblea Nacional.
Por el Tratado de Versalles, los aliados victoriosos imponen a la Alemania derrotada concesiones territoriales y pesadas reparaciones que alimentarán el resurgir del nacionalismo alemán. La socialdemocracia quedará —tal como deseaban los generales— hipotecada por la aceptación, en tanto que principal fuerza política del humillante Tratado.
En cuanto a la situación interior, el aplastamiento de la izquierda revolucionaria y la formación de la coalición gubernamental de Weimar, más la conservación del aparato burocrático y militar heredado de la monarquía, crearán condiciones favorables al resurgir de las fuerzas reaccionarias tradicionales y al nacimiento de otras nuevas: un cabo llamado Hitler iniciará entonces su carrera hacia el poder.
La colaboración entre la socialdemocracia y los generales seguirá desempeñando un papel importante para reprimir las agitaciones sociales e intentonas revolucionarias que se sucederán hasta el otoño de 1923, pero al mismo tiempo surgirán dentro del Ejército, con la complicidad de los sectores más reaccionarios de las clases dominantes, los primeros intentos de liquidar la democracia republicana.
En marzo de 1920, el jefe de la Reichswehr, von Lüttwitz, y un alto funcionario, Kapp, toman el poder en Berlín y proclaman la dictadura militar. El putsch fracasa ante la unión de los partidos mayoritarios y la amenaza de huelga general, pero la coalición de Weimar persiste en no tomar medidas eficaces contra las fuerzas reaccionarias, enemigas de la democracia.
La revolución alemana iniciada en noviembre de 1918 ha sido llamada en ocasiones revolución espartaquista, pero tal denominación no resulta apropiada —y así opina la mayoría de los historiadores—, porque no refleja, como hemos podido ver, las características esenciales de esta revolución.
El espartaquismo —resumiendo abusivamente en esta fuerza política al conjunto de las tendencias, muy heterogéneas, de la izquierda revolucionaria— no pasó de ser, en ningún momento, una fracción muy minoritaria del gran movimiento popular que derribó a la monarquía del káiser, aceleró la conclusión de la paz y llevó al poder político a la socialdemocracia, junto con la instauración de la república. Pero las estructuras económicas permanecieron invariables, continuaron siendo capitalistas, y se mantuvo, en lo esencial, el anterior aparato del Estado.
Estas limitaciones de la revolución de noviembre, que los espartaquistas intentaron vanamente superar, no se deben a una traición de los dirigentes socialdemócratas. Fueron el resultado de la formación histórica de Alemania y de su movimiento obrero.
A diferencia de Rusia, cuando se inicia la Primera Guerra Mundial, Alemania tenía tras de sí un largo período de intenso desarrollo industrial y de democracia parlamentaria, en cuyo seno el Partido Socialdemócrata y los sindicatos habían conquistado posiciones cada vez más preeminentes. El fortalecimiento de la organización obrera y la utilización del sufragio universal aparecían ante los trabajadores alemanes como los instrumentos fundamentales del avance hacia una sociedad más justa, libre e igualitaria, llamada socialista.
El revisionismo de Bernstein no era más que la teorización de esta práctica política en nombre de un marxismo adaptado a las nuevas condiciones históricas. En la misma ortodoxia marxista de Kautsky, la revolución no era más que la culminación de esa vía democrática-parlamentaria hacia el socialismo. Los teóricos de la izquierda socialdemócrata, Rosa Luxemburg y otros para los que la inevitabilidad de la revolución implicaba la necesidad de prepararla a través de formas revolucionarias de acción, como la huelga general política y el recurso, llegado el momento, a la insurrección armada, tenían escasa influencia en el conjunto del movimiento obrero alemán. Sus análisis teóricos parecían estar en contradicción con la experiencia práctica de este movimiento.
La guerra de 1914 puso de manifiesto que el internacionalismo, componente básico en apariencia de la ideología del movimiento alemán, era algo superficial, tras lo que se ocultaba la impregnación de la clase obrera, y de la misma socialdemocracia, por el nacionalismo alemán, elemento esencial de la ideología de las clases dominantes.
Por ello mismo, y a consecuencia también del arraigo de sus convicciones democráticas y Parlamentarias, la guerra no podía ser interpretada por los trabajadores alemanes como expresión de contradicciones insuperables del capitalismo y de la necesidad de darles una salida revolucionaria, sino como un paréntesis trágico que debía afrentarse con espíritu patriótico y tras el cual se reanudaría el proceso democrático anterior.
Error
La revolución de noviembre reflejaba este sentimiento arraigado, más la voluntad de poner fin a una guerra ya perdida y a las calamidades que entrañaba, así como la aspiración a un nuevo ensanchamiento de la democracia con la liquidación de la monarquía.
La socialdemocracia reflejaba este conjunto de aspiraciones, lo cual no exculpa su principal error político: no aprovechar la potencia misma del movimiento espontáneo de gran parte del pueblo alemán para reformar a fondo las estructuras del Estado, democratizar el Ejército y reprimir las actividades contrarrevolucionarias, respaldándose en la nueva legalidad.
En la comisión de ese error influyó, sin duda, el fantasma del bolchevismo, que para los dirigentes y teóricos de la social-democracia representaba la antítesis de sus ideales democráticos. La misma Rosa Luxemburg había criticado la vertiente antidemocrática de las concepciones y de la política del partido de Lenin, y el luxemburguismo teórico y político se diferenciaba en aspectos esenciales del leninismo, pero en el fuego de la revolución alemana estas diferencias perdían relevancia.
Máxime cuando, como ya vimos, las posiciones de Rosa Luxemburg se encontraron más de una vez en minoría, en cuestiones importantes, frente a los sectores extremistas del espartaquismo.
No sólo para los dirigentes socialdemócratas, sino para la gran mayoría de la clase obrera, sin hablar ya de otros sectores sociales, el espartaquismo era el equivalente del bolchevismo, su política llevaba a la dictadura y a la guerra civil, e incluso a nuevas guerras exteriores, puesto que la concepción de la revolución mundial, común a espartaquistas y bolcheviques, implicaba la guerra contra los Estados capitalistas subsistentes a medida que la revolución se extendiera.
Y en la situación concreta de la Alemania derrotada esa perspectiva teórica tenía una correspondencia muy concreta: las potencias vencedoras no iban a contemplar pasivamente una revolución socialista en la Alemania industrial.
El espartaquismo hacía abstracción de la correlación real de fuerzas políticas y sociales en la Alemania de la revolución de noviembre, de los sentimientos y aspiraciones concretas de las masas que se habían puesto en movimiento, para las cuales era incomprensible que los dirigentes socialdemócratas fueran denunciados como agentes de la contrarrevolución.
En lugar de la clase obrera alemana tal como era, el espartaquismo tenía una representación mitológica de esa clase obrera. La creía dispuesta a todos los sacrificios por la revolución socialista, alemana y mundial, en cuanto se le explicara que sus dirigentes la estaban traicionando y que para acabar con el capitalismo y el imperialismo no existía más camino que la lucha armada.
La dirección socialdemócrata, a su vez, estaba obnubilada por la amenaza bolchevique que veía en el espartaquismo, y en lugar de una política más audaz de transformaciones democráticas que aislara a las tendencia extremistas y procurara al SPD un apoyo aún más amplio y decidido de las masas populares, optó por la represión brutal, sirviéndose de los generales que con el tiempo harían pagar a la socialdemocracia la factura de la revolución democrática-republicana, sirviéndose, por su parte, del nacional-socialismo de Hitler.