Por George Novack
(Fragmentos del Libro “Democracia y Revolución”)
(…) La revolución burguesa estuvo relativamente inactiva durante casi un siglo tras su consolidación en Inglaterra. Después de esto, la lucha por la democracia subió hasta convertirse en una riada y registró sus mayores éxitos a ambos lados del Atlántico.
El profesor R. R. Palmer ha caracterizado las cuatro décadas que van desde 1760 a 1800 como «la era de la revolución democrática».
En dos detallados volúmenes, ha descrito el reto de las fuerzas democráticas a las aristocracias, patriciados, oligarquías y órdenes privilegiadas en toda una serie de lugares —Suiza, América, Holanda, Gran Bretaña, Irlanda, Bélgica, Polonia y Hungría— durante la última parte del siglo XVIII. Cuando estos movimientos de protesta se acabaron o fueron extinguidos hacia 1800, la revolución había triunfado solamente en América y en Francia. Pero la grandeza de los logros realizados en estos dos países de dos continentes distintos autoriza tal designación para este período.
El resurgir del movimiento democrático comenzó en las posesiones inglesas de la costa atlántica. Los colonos de los 13 estados fueron el primer pueblo del Hemisferio Occidental en zafarse del sometimiento a los poderes europeos y embarcarse en su propia carrera nacional. La suya fue la primera revuelta colonial victoriosa de la época capitalista una proeza realmente sin precedentes dado que, desde los tiempos romanos, ningún pueblo colonial había conseguido con éxito zafarse del dominio de una madre patria.
La coalición de clases que llevó a cabo la primera revolución americana estaba cohesionada por un objetivo central: lograr la autodeterminación como nación, por medio de la liberación de la tiranía inglesa. Después de ganar la independencia respecto del gobierno de la corona británica tras siete años de guerra, los padres fundadores de los Estados Unidos avanzaron hasta unificar al pueblo en una república democrática federada, el tipo de régimen más favorable para la promoción de la vida económica, política y cultural, bajo auspicios burgueses.
Los rebeldes americanos, que actuaron a un nivel más avanzado de desarrollo burgués que sus precursores holandeses e ingleses, tuvieron que gastar mucha menos energía en combatir y reformar la Iglesia. La tolerancia religiosa había florecido hacía tiempo en las colonias. Roger Williams había fundado en Providencia el primer asentamiento que separaba completamente el Estado de la Religión, principio que estaba legalizado en la carta de privilegios concedida por Carlos II en 1663 a Rhode Island.
La Iglesia de Inglaterra oficial no era ni tan poderosa ni tan popular y fue fácilmente desinstitucionalizada una vez que fueron derrocados la corona y sus agentes. Los diezmos que se extraían para apoyar su ministerio fueron abolidos y se decretó la total separación de la Iglesia y el Estado, tanto a nivel de cada Estado como a nivel federal. Los patriotas usaron las formas prosaicas y legalistas de la democracia constitucional más que las citas bíblicas para justificar la causa y el curso de su lucha por la libertad.
La Guerra de la Independencia llevó a cabo importantes cambios en las relaciones económicas. Hasta la revolución, los comerciantes y armadores Yankees habían sido grandemente obstaculizados por la insistencia de los ocupantes ingleses a que operasen bajo las regulaciones restrictivas de la Cámara de Comercio afincada en Londres. Gracias a la independencia, el comercio de los Estados Unidos amplió su mercado interior al suprimirse las trabas sobre el comercio entre las colonias; por encima de todo logró el acceso libre al mercado mundial.
Una de las cuestiones clave en todos los levantamientos democrático-burgueses ha sido: ¿quién debe poseer la tierra? Todos los sectores del campo patriota — comerciantes, dueños de plantaciones, financieros, hacendados, especuladores, granjeros, mecánicos y hombres de la frontera— tenían intereses concretos en la disputa acerca de la propiedad de la tierra. Se incorporaron a la lucha contra los propietarios reales, feudales y realistas no simplemente por el poder político, sino también por obtener los títulos de propiedad de los territorios a los que habían echado el ojo.
Durante la revolución, los encumbramientos feudales fueron eliminados y reemplazados por las relaciones económicas y legales burguesas. Las limitaciones reales sobre ocupación de las tierras vacantes fueron abolidas y los amplios dominios de la corona entregados al Estado y a las legislaturas federales para que dispusieran de ellos. Las obligaciones feudales del tipo de las prestaciones debidas al rey y a las familias propietarias fueron barridas. Las fincas de los Conservadores de considerable valor, fueron confiscadas. El derecho de sucesión y primogenitura, por medio del cual se conservaban intactas enormes posesiones de generación en generación, fue eliminado y las baronías feudales, divididas.
En ambas revoluciones americanas, las tierras tomadas por los gobiernos federal y de cada estado fueron distribuidas según criterios burgueses: inmensas extensiones fueron vendidas baratas a grandes especuladores y a intereses financieros bien situados, al tiempo que los trozos más pequeños eran parcelados para los pioneros establecidos, pequeños granjeros y veteranos del ejército.
Por supuesto, las reformas agrarias no eran de ninguna manera completas. Aunque el esclavismo acabó extinguiéndose en el Norte cuando ya no era rentable y fue legalmente prohibido en el territorio del Noroeste, permaneció arraigado en el Sur. Dentro de los Estados Unidos, la revolución agraria a la manera burguesa tuvo que ser llevada a cabo en dos etapas separadas, una en el siglo XVIII, la otra en el XIX.
Además de romper con el más poderoso imperio existente y de erradicar las instituciones del colonialismo, el gobierno real, la Iglesia Oficial y la propiedad de las tierras de la corona, los revolucionarios americanos crearon la primera de las grandes convenciones constitucionales (asambleas constituyentes) que reemplazaron a un sistema raído con un nuevo gobierno. Redactaron una constitución escrita que marcaba estrictamente los poderes que el gobierno podía y no podía ejercer y al que una posterior enmienda añadió un Código de Derechos específico. Hicieron explícitamente superior la autoridad civil frente a la militar. Establecieron también un efectivo sistema federal de estados que operarían dentro de una república democrática unida. Tales innovaciones políticas constituyeron logros sin precedentes.
Aunque todavía limitados en muchos aspectos, los derechos del pueblo fueron considerablemente extendidos en varios campos. El derecho al voto fue ampliado bajo las constituciones de muchos estados y se instauraron gobiernos representativos. Los códigos criminales, terriblemente duros, dirigidos contra los pobres, fueron suavizados.
Pese a sus limitaciones, la república Yankee fue el gobierno democrático más progresista del mundo en aquel estadio de expansión del capitalismo mundial. Su existencia daba ánimo a las fuerzas democráticas del Viejo Mundo en sus luchas, a menudo descorazonadoras, contra los regímenes antiguos y oligárquicos. Su ejemplo de resistencia victoriosa, ante el mayor imperio del mundo, proporcionaría un potente estímulo a las guerras de independencia que sostendrían los pueblos latinoamericanos contra la más débil colonización española en el siglo siguiente. Así pues, los Estados Unidos constituyeron un modelo operativo de gobierno democrático y republicano nacido por medio de la acción revolucionaria de las masas, que serviría como fuente de esperanza e inspiración en la primera mitad del siglo XIX, muy en la forma en que lo hiciera la primitiva república soviética bajo Lenin y Trotsky en la primera mitad del siglo XX.
(…)
El parlamentarismo norteamericano
El parlamentarismo encontró un terreno muy fértil en los Estados Unidos. Aquí, a diferencia de su hogar primitivo, no había realeza nativa, ni nobleza hereditaria, ni iglesia estatal, ni, hasta el siglo XX, ninguna institución militar poderosa, a las que incorporar o contra las que luchar, ni posesiones coloniales lejanas que dominar.
La Declaración de Independencia, carta de principios de la primera revolución americana, enunciaba ideas tomadas de Locke, Rousseau y otros teóricos de la burguesía radical. El derecho a la revolución está tan inequívocamente reconocido y tan firmemente imbuido en este grito de parto de la nación americana que siempre, desde entonces, ha significado un problema para los conservadores y los reaccionarios. La declaración afirmaba que el gobierno deriva sus justos poderes del consentimiento de los gobernados y que «allí donde cualquier Forma de Gobierno llega a ser destructora de estos fines, ahí está el Derecho del Pueblo para modificarla o abolirla y para instituir un nuevo Gobierno, que asiente sus cimientos en tales principios y organice sus poderes de la forma que le parezca más conveniente para conseguir sus Seguridad y Felicidad».
La doctrina de la soberanía popular, bajo la que se llevó y se ganó la Guerra de la Independencia, inspiró la lucha por la expulsión del despotismo de la corona británica. Pero una vez que se hubo logrado la independencia, quedaba por ver en qué medida ese principio sería observado en la construcción y la puesta en funcionamiento de la nueva República.
En el momento en que se adoptó, la Constitución de los Estados Unidos de América era la más democrática del mundo Occidental y el gobierno que levantó, el más representativo. No obstante, los delegados conservadores de la coalición de capitalistas y dueños de plantaciones, que redactaron los artículos de las leyes del estado en Filadelfia en 1787, tuvieron cuidado de que a sus posiciones, propiedades, poder y privilegios se les diera la máxima protección contra los excesos de las descontroladas mayorías plebeyas.
Para salvaguardar los intereses de los ricos contra los pobres, los participantes en el Congreso Constitucional incorporaron tres artilugios clave en su ingenioso manejo. Añadieron prohibiciones a ciertos poderes gubernamentales fundamentales como la de hacerse con ninguna propiedad privada sin seguir el curso legal. Para amortiguar los golpes de los repentinos ataques de las mayorías populares, hicieron que no fuera elegido ni directa ni simultáneamente gran parte del aparato gubernamental. La Constitución no incluyó partidos ni campañas nacionales ni voto popular para la elección del presidente. Este tenía que ser escogido por un colegio electoral extraído de las legislaturas del estado. Los senadores eran elegidos para un mandato de seis años y sólo podía escogerse de una vez a un tercio de su total. Los jueces federales serían nombrados por designación del presidente con la ratificación del Senado.
Finalmente, se dispersaba el poder en dos planos: verticalmente, entre los niveles de gobierno federal y estatal y horizontalmente, entre las ramas ejecutiva, legislativa y judicial. En tanto que los principios estructurales seguidos por los arquitectos de la República se supone que estaban concebidos para proteger al pueblo contra el arbitrario poder centralizado, los que se constituyeron bajo el dominio de los capitalistas y plantadores sirvieron ampliamente, en la práctica, para salvaguardar los intereses de los acomodados contra los derechos y el bienestar de las masas.
La teoría de la división tripartita de los poderes del estado, actualmente tan estimada por los liberales, fue la maniobra de las monarquías constitucionales en Inglaterra y en Francia para mantenerse. John Locke fue el primero en sugerir la partición del poder entre el legislativo, el ejecutivo y el judicial. La idea fue más tarde desarrollada por Montesquieu como una forma de limitar al absolutismo y concentrar el poder legislativo en manos de las instituciones representativas burguesas.
La división del gobierno de los Estados Unidos en tres ramas separadas y coordinadas posibilitó al legislativo estar mantenido bajo control por un poderoso ejecutivo presidencial, que asumía algunos de los poderes de un monarca mientras ocupara el puesto. Ambos estaban limitados por una Corte Suprema, cuyos miembros eran nombrados de por vida. Los autores de la Constitución rechazaron la idea de una única cámara en favor de una doble, según el sistema británico. Hacer enmiendas a la Constitución se hizo difícil. Toda revisión debía ser ratificada por tres cuartos de los
estados, en lugar de por una mayoría de los estados o de los votantes. La esclavitud, junto a otras formas de propiedad privada, fue garantizada y convertida en criterio para la representación de los estados en el Congreso.
Tras duras batallas, fue añadido a la Constitución un Código de Derechos como precio de la aceptación de aquélla, para apaciguar tanto a las fuerzas antifederalistas como a los desconfiados plebeyos. Estas primeras diez enmiendas modificaron el olor a clase alta que tenía la primitiva redacción sin eliminar los numerosos rasgos antidemocráticos de su estructura básica.
Durante el siglo XIX y la primera mitad del XX, conforme las masas del pueblo presionaron a los partidos políticos que competían por sus votos, fueron eliminados, incluso más rápido que en Inglaterra, algunos de los defectos más flagrantes de la estructura federal. Las exigencias de tener propiedades como condición para votar fueron reducidas o eliminadas; la esclavitud y su representación fueron abolidas como resultado de la Guerra Civil; el sufragio universal de los varones por encima de los 21 años fue garantizado. Esta última medida permaneció restringida, en la práctica, desde el momento en que los blancos pobres que no podían pagar los impuestos de votación y los negros, especialmente en los estados del Sur, estaban en realidad excluidos a la hora de votar. El sufragio de la mujer fue decretado tras la Primera Guerra Mundial. Finalmente, bajo la influencia de los movimientos pro-derechos civiles de la década de los años 50 y los 60 del siglo XX, los impuestos de votación fueron ilegalizados, el derecho a votar se hizo más extensible a los afroamericanos y las elecciones de distrito, más equitativas.
Pese a estas reformas, el sistema de representación sigue estancado favoreciendo a los ricos en todos sus aspectos, desde presentarse a elecciones (los candidatos presidenciales de los principales partidos gastaron, según dicen, 50 millones de dólares en las elecciones del 68) hasta el hecho de configurar y tomar decisiones en asuntos de política interior y extranjera. (...)